En su ensayo Por qué leer los clásicos, Italo Calvino afirma que un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene para decir. Los clásicos son textos potentes, esto es, tienen la capacidad de seguir diciéndonos cosas a lo largo del tiempo.

Pensemos por ejemplo en El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. En esa sencilla pero vibrante novela encontramos la actitud vital de su protagonista, el viejo pescador Santiago, quien emprende una solitaria puja con las fuerzas de la naturaleza, en una épica cuyo sentido solo él posee.

En La tragedia de Macbeth, de William Shakespeare, tenemos quizá la obra que mejor mostró el poder destructivo de la ambición y la codicia, que avanzan a lo largo de todas las escenas de la pieza, hasta desembocar en el horroroso momento en que los protagonistas constatan hasta dónde puede llegar la miseria humana.

Si los Estados Unidos forjaron su identidad a través de una mirada hacia su interior terrestre, desde la cual se narró la conquista del Lejano Oeste, con Moby Dick Herman Melville tuvo el talento de agregarle a esa identidad la mirada hacia el mar. El Pecquod, un típico ballenero del siglo XIX, es el escenario desde el cual el atormentado capitán Ahab ejecutará su interminable y enceguecida venganza, acompañado por un grupo de bravos marineros. Nuevamente, hombre y naturaleza en tensa pulseada.

Es por lo menos curioso que sean tan pocas las feministas que parecen haber leído Las suplicantes, de Esquilo. En esa obra teatral, las mujeres perseguidas no sufren de ningún prejuicio al momento de solicitar la ayuda de un hombre, quizá porque por entonces ya tenían en claro que era mejor cooperar que guerrear entre sexos.

En La isla del tesoro, el inglés Robert L. Stevenson, admirado por Jorge L. Borges, nos presenta la maduración de Jim Hawkins. A partir de la comparecencia de un misterioso hombre de mar en la Posada del Almirante Benbow, el muchacho se verá arrastrado a una catarata de acontecimientos que habrán de convertirlo en un joven marinero expuesto a impensados retos.

En Demian, la afamada bildungsroman de Hermann Hesse, el autor nos presenta la transformación de su joven y tímido protagonista, Emile Sinclair, quien se asomará a las revelaciones que le depara un mundo convulso que hasta entonces desconocía.

Hay libros que desde sus primeros párrafos parecen anticipar mucho de lo que encontraremos en las páginas siguientes. Tal podría ser el caso de La ruta del tabaco, de Erskine Caldwell, la cual desde el arranque (“Volvía Lou Bensey por el camino del tabaco…”) consigue hacernos sentir la penosa existencia que lleva el protagonista y el tono general por el que transcurrirá la novela. Quizá algo parecido ocurra con Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, pues desde el momento en que el coronel Aureliano Buendía debe enfrentar el pelotón de fusilamiento, ya puede vislumbrarse la desmesura de la geografía latinoamericana, sus variopintos personajes y las continuas luchas fratricidas que signaron la historia del continente.

En Fahrenheit 451, Ray Bradbury, el escritor que amaba las bibliotecas pero desconfiaba sabiamente de las universidades, no solamente dejó un mensaje de alerta sobre la destrucción de la cultura escrita, sino que también supo plantear la inquietante pregunta por la autenticidad de lo que vivimos. En la novela, el bombero Montag descubre que lo que vive no es toda la realidad, sino que hay una gran parte de ella oculta, a la que poco a poco va asomándose.

Se ha visto que las catástrofes, ya sean de origen natural o social, pueden extraer lo peor y lo mejor de los seres humanos. En La peste, exponente literario de la filosofía existencialista que profesaba su autor, Albert Camus nos muestra los comprometidos esfuerzos de personajes como Bernard Rieux y Jean Tarrou ante una epidemia letal que asuela Orán. Los protagonistas no claudican ante la contingencia, y se sobreponen a la sorpresa inicial para hacer, simplemente, lo que el deber impone.

El canon literario occidental ha ignorado El libro del Tao, de Lao Tsé. Quizá porque para la omnipotente voluntad de sojuzgamiento de otros pueblos que definió a Occidente, algunas planteos del libro, como el hacer mediante el no hacer, resultan inabordables.

Los consejos del Viejo Vizcacha, vertidos por José Hernández en las páginas de su Martín Fierro, abarcan tal pluralidad de aspectos de la vida, que su vigencia no parece fácilmente cuestionable.

Ahora, cuando vivimos tiempos de youtubers que recomiendan libros como si fuesen bronceadores, de bestsellers propalados por redes sociales, y de profesores de humanidades batiéndose a la defensiva ante la hegemonía de los teléfonos celulares, convendría volver a los clásicos. En ellos están las grandes cuestiones que han desvelado desde siempre a la humanidad, por lo que su contenido no caduca sino que está plenamente vigente.

En su libro Clásicos para la vida, el profesor Nuccio Ordine afirma: “Los clásicos, en efecto, nos ayudan a vivir: tienen mucho que decirnos sobre el ´arte de vivir´ y sobre la manera de resistir a la dictadura del utilitarismo y el lucro.”¹

Quien no se haya asombrado con el catálogo de las naves del canto dos de la Ilíada de Homero, o no se haya estremecido con la confesión de Juan Pablo Castel en El túnel de Ernesto Sábato, no debería privarse de lo que transmiten ésas y otras imperecederas páginas.

¹Ordine, Nuccio: Clásicos para la vida, Barcelona, Acantilado, 2017, p. 15.

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