
La transverberación de Santa Teresa, por Josefa de Óbidos (1672)
En un artículo anterior hablamos un poco de la cosmovisión presente en la obra de la abadesa benedictina Hildegarda de Bingen, quien a través de sus experiencias místicas compartía el mensaje que Dios quería dar al mundo. A manera de spin-off vamos a enfocarnos en algunas de las cualidades que compartía esta mujer con otra devota y mística cristiana.
Algunas mujeres que han logrado vencer los intentos de olvido por parte de una historia escrita por hombres tuvieron que valerse de ciertas estrategias para dar a conocer su mensaje, como en el caso de Hildegarda o Teresa de Jesús. Varias semejanzas tuvieron estas dos devotas, y no solo su dedicación a la vida monástica.
La primera semejanza radica en los problemas de salud que padecían ambas, no absteniéndose ninguna en hacerlos recalcar cuantas veces fuera necesario para recordarles a los receptores del mensaje que quien les hablaba no se trataba únicamente de una mujer, sino de una mujer débil.
Hildegarda de Bingen (1098-1179), por su parte, quizá fue tan buena política como religiosa. Las visiones de la –también llamada– sibila del Rin poseen distintas maneras de representar la divinidad, sin embargo, todas tienen algo en común: su mensaje no sale del canon bíblico de la tradición católica, además de que la revelación que le trae al mundo viene en un momento oportuno, un contexto de guerras y luchas por poder: son tiempos de la Segunda Cruzada. Ella se maneja con prudencia. Muy consciente de que son pocas las personas que escucharían o aceptarían sus mensajes, pide respaldo –a manera de consejo– a Bernard de Clairvaux, abad del monasterio cisterciense de Claraval donde en una carta, tras una adulación introductoria a este importante personaje de la iglesia, le confiesa su duda acerca de si una mujer débil y de poca capacidad intelectual, como ella se describe, debería hacer pública sus visiones:
«Miserable, y de hecho más que miserable en mi condición femenina, he visto desde mi temprana infancia grandes maravillas que mi lengua no tiene poder de expresar, pero que el Espíritu de Dios me ha enseñado que puedo creer […].
Ahora, padre, por el amor a Dios, busco consuelo en usted, para estar segura. Hace más de dos años, de hecho, lo vi a usted en una visión, como un hombre mirando directamente al sol, valiente y sin miedo. Y lloré, porque yo soy tan tímida y temerosa. Buen y gentil padre, he sido puesta bajo su cuidado para que me revele a través de nuestra correspondencia si yo debería hablar estas cosas abiertamente o guardar silencio […]».1
Con Teresa de Jesús (1515-1582), 400 años después, tenemos también esta necesidad de exaltar su condición débil y enfermiza, y recordarla a lo largo de sus escritos como en el caso de su obra El libro de la vida.
«Pues como me vi tullida y en tan poca edad y cuál me habían parado los médicos de la tierra, determiné acudir a los del cielo para que me sanasen.»2
No obstante, a diferencia de Hildegarda, en Teresa no tenemos esa perspicacia política, es decir, la exaltación de su debilidad podría interpretarse de manera mucho más honesta que la de la sibila del Rin. Esto toma mayor fortaleza cuando ponemos atención a los principios morales de la orden religiosa que fundó con ayuda de Juan de la Cruz: las Carmelitas Descalzas, donde se fomentaba la austeridad (dormían sobre paja, practicaban el ayuno riguroso, etc., que no obstante, contrastaba con los tiempos de ocio que Teresa estableció destinados a cantar y a recitar poesía). De todas maneras, la humildad demostrada por estas mujeres al señalar constantemente su condición se convierte a su vez en ejemplo de una fortaleza que proviene desde lo alto del firmamento: para Dios no hay débiles cuando se trata de expandir Su voluntad; ahí reside el milagro.
La segunda semejanza entre estas dos religiosas es, por supuesto, la experiencia mística que tuvieron, sus visiones, es decir, el mensaje que Dios les encomendó a compartir a los fieles y descarriados. Esta misión tal vez no hubiera tenido éxito sin la tercera semejanza, y que de alguna manera vincula las dos anteriores: el menosprecio a su condición de género. En efecto, la humildad profesada en la exaltación de su inevitable existencia pasa a ser, tras el recibimiento de la revelación, un estratégico menosprecio a su persona que a menudo estaría escrito a manera de introducción en sus textos, previniendo así cualquier acusación que les pudieran hacer concerniente a pervertir la moral de la mujer ideal. En otras palabras, antes de que los otros les recuerden lo miserables que son y su lugar en la sociedad, lo harán ellas, y apelarán a que su fortaleza proviene de lo divino. Así bien, no bastándole a Hildegarda pretender que no es nadie, por si quedaba alguna duda nos aclara que hasta el mismo Dios –hablándole– resalta su simple humanidad, más al mismo tiempo, es una de las razones por la cual la elige para ser su mediadora:
«Oh frágil ser humano, ceniza de cenizas y podredumbre de podredumbre: habla y escribe lo que ves y escuchas. Pero al ser tímida para hablar, ingenua para exponer e ignorante para escribir, anuncia y escribe estas visiones, no según las palabras de los hombres, ni según el entendimiento de su fantasía.»3
Y de nuevo, como si se tratara de otra parte de un mismo mensaje dividido por el tiempo, Teresa nos comparte:
«Porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento ni de aprovecharme con la imaginación, que la tengo muy torpe, que aun para pensar y representar en mí –como lo procuraba traer– la humanidad del Señor, nunca acababa.»4
“Imaginación torpe”, argumento inverosímil si hojeamos una obra tan espléndida desde el punto de vista espiritual como Las moradas o el castillo interior. Pero para no extendernos demasiado, es preciso señalar que no todas las religiosas intelectuales adoptaron tal radicalismo en la noción acerca de ellas mismas, como en el caso de Edith Stein (1891-1942), monja carmelita descalza (de la orden que había fundado Teresa siglos antes) y filósofa del Siglo XX, quien en la introducción de su libro Ser finito y ser eterno, nos dice:
«Este libro fue escrito por una principiante para principiantes, a una edad en que los demás pueden pretender el título de maestro, se vio obligada a rehacer su camino.»5
Aquí, más que menosprecio, se deja ver una prudencia fortalecida por la humildad de una simple fiel que incursiona en el campo de las letras y que intenta hacer lo mejor que puede (pese que el libro mencionado es una obra voluminosa y bien cuidada donde analiza la interpretación de la hipóstasis legada por Tomás de Aquino; no una labor sencilla).

Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein)
La astucia, perseverancia y fe las hicieron ser escuchadas y llegar a nuestra época, no obstante, no hay que olvidar que lo que implica ser una monja lleva implícito un voto de sumisión. Este artículo, más que tratar de analizar las obras de estas mujeres o sus vidas, pretende ser una reflexión: Hoy en día la mujer puede expresarse libremente, prescindiendo de colocarse en una posición de sumisión previa a hacerse oír. ¿O no es así? Recordando una vez más a Teresa: «Verdad es que yo soy más flaca y ruin que todos los nacidos; mas creo no perderá quien, humillándose, aunque sea fuerte, no lo crea de sí, y creyere en esto a quien tiene experiencia»6. ¿Hemos llegado a una era en que la mujer no tenga que pedir perdón por haber nacido mujer, antes de poder hablar? ¿O no han pasado suficientes siglos todavía?
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