«Aprender a mirar de otra manera. / Aprender a confiar de un nuevo modo. / Aprender a esperar /como si el mundo se estuviera haciendo…»
Así comienza Prenda de Abrigo, la antología poética póstuma que preparaba la poeta Francisca Aguirre, también conocida como Paca Aguirre, y que no llegó a ver editada ya que falleció en abril del pasado año. Tenía 88 años y una vida difícil a su espalda, que ella quiso cultivar de versos y de libros, en lugar de hacerlo de rencores y zozobras. De esa buena cosecha y de su generoso esfuerzo se nutre, sin duda, esta antología. Su hija, la también poeta Guadalupe Grande, que trabajó junto a ella en esta elaborada recopilación, hubo de finalizar sola la labor que ambas habían comenzado y que, finalmente, salió a la luz en septiembre del pasado año.
Su prólogo, escrito por la propia Guadalupe, nos acerca un poco más a la figura de su madre, explicándola, haciéndola asequible, traducible y cercana al lector. Para ello, entre otras cosas, alude a una declaración de Federico García Lorca en la que el escritor afirmó que si estuviese desvalido «no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro». Francisca Aguirre siguió esta premisa hasta su muerte. Además, Guadalupe nos cuenta desde la confidencia hecha casi a media voz, que para Paca Aguirre, «un libro es una prenda de abrigo frente a la intemperie, cualquier formulación de la intemperie, la peor de ellas, el olvido, y un libro constituye una puerta y un cobijo para seguir soñando, un lugar para la espera». El resultado de esta reflexión y búsqueda es este poemario, que la autora, acompañada de su hija, nos ofrece para resguardarnos de esa tan temida intemperie, que es frío y olvido y que cala hasta los huesos, como una lluvia irreparable.
Podría afirmarse, además, sin duda alguna, que este libro es una pequeña obra de arte en toda su extensión. Nos da la bienvenida el prólogo ya comentado, para pasar después a su cuidada selección de poemas, a lo que se añade, una esmerada portada de solapa doble elaborada por Guadalupe y, por último, la imagen de la propia autora que aparece dibujada en la contraportada.
Con relación a la obra de Paca Aguirre, poeta a caballo entre dos generaciones, se puede decir que su viaje comenzó a conocerse en el año 1972 con su primera publicación, cuyo título fue el de la mítica isla de Ítaca, un espacio habitado por poemas serenos y profundos. A partir de ahí, continuará su tránsito atravesando una gama de colores tenues de distintas tonalidades y brillos, en sus siguientes poemarios: Los trescientos escalones, La otra música, Ensayo General, Pavana del desasosiego, La herida absurda, Nanas para dormir desperdicios, Historia de una anatomía, Los maestros cantores o Conversaciones con mi animal de compañía. En Prenda de Abrigo, los poemas no aparecen por el orden cronológico en el que fueron publicados, sino que lo hacen en cinco escenarios que se diferencian entre sí por su temática: Oficio de Tinieblas, Mitos en el pasillo, Música de las Esferas, Anversos y Reversos y , … «y este sol de la infancia».
La poesía de Paca aborda la infancia, el amor, la cotidianidad, la muerte, la existencia, la memoria, con un guiño indiscutible hacia los clásicos y, en especial, hacia Antonio Machado, al que alude de forma directa en algunos versos. En definitiva, la vida en toda su plenitud, pero también a veces en su declive, como evidencian estos versos «Definitivamente amo / el escándalo deslumbrante de la vida. /Muy pocos paraísos comparables / al asombro que nos regala la existencia: /torpe, desesperada, incomprensible, /audaz, consoladora, inabarcable». También su profundo respeto por los libros y la literatura como fuente de conocimiento, cultura, libertad de pensamiento y acción y, por último, como asidero al que agarrarse para preservar la dignidad ante cualquier vaivén: «Mamá nos trajo El último mohicano /y de la mano de ese indio solitario / entramos en el mundo de lo maravilloso / y lo tuvimos todo para siempre./ Y ya nadie podrá quitárnoslo…»
En las páginas de este poemario de imprescindible lectura, Paca Aguirre pone de manifiesto la existencia de cierta redención, cierto rescate, como elemento para enfrentarse al mundo con un halo de optimismo, de esperanza, pero sobre todo, sin rencor; aunque es consciente de la necesidad de poner las cosas en el lugar que les corresponde; de la importancia de la memoria y del perdón; de la necesaria equidad frente a la desigualdades que nos rodean.
Finaliza como han de hacerlo las cosas que ya antes de nacer son certeza: por el principio, por el origen de todo, por los primeros pasos en el mundo, por ese sol de la infancia: «Se sostiene la infancia en nuestra historia / igual que se sostienen las estrellas / porque dentro del firmamento de una vida / algo brilló una vez con inocencia.» Así, de forma sutil, con la mirada de una niña y entre remembranzas de un padre que es ausencia, pero que a la vez será ya por siempre presencia en la memoria, y en perfecta armonía con la luz y el calor de ese sol que aporta vida a cada palabra, la autora se despide, no dejando duda alguna de que, no solo se sostiene la infancia, sino que lo hace también, la poesía.
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