Duele hablar de Francisco Casavella y saber que murió cuando todavía le quedaba mucha literatura por escribir, cuando la vida todavía no había rendido cuentas con él, y que veía cómo escapaba de ella demasiado pronto. Duele saber que era un escritor que crecía con cada nuevo libro que escribía, que subía peldaños con una facilidad pasmosa, un talento de los que florecen uno o dos en cada generación. Pero como si fuera necesario que su vida también se convirtiera en mito, como tarde o temprano lo hará toda su literatura, Casavella murió joven, con demasiado por decir y poco que recordar aún.
Nacido en Barcelona (1963-2008) su estilo narrativo consiguió forjarse un nombre propio del modo en el que lo hacen habitualmente los escritores: con sangre, sudor y lágrimas. Es hijo de la Ciudad Condal y se refleja en sus novelas, con especial hincapié en la trilogía El día del Watusi, una asombrosa crónica del tardío siglo XX en la ciudad, en la que los hilos del posfranquismo, las Olimpiadas de 1992 y los escándalos políticos de la década de los noventa confluyeron en tres novelas —Los juegos feroces, Viento y joyas y El idioma imposible— convertidas en clásicos instantáneos, y que hoy en día adquieren la categoría de visionarias cuando observamos atónitos los acontecimientos de la política actual en España. Desde las vivencias del protagonista, Fernando Atienza, al que la narración lo va envejeciendo desde que es un niño y tiene sus primeros escarceos con los bajos fondos de la sociedad hasta que siendo adulto se mete de lleno en las llamadas cloacas del Estado y que tan de moda parece estar hoy en día.
Con la vida de Atienza como columna en la que apoyar el peso de la narración, Casavella elabora un exhaustivo retrato de la España que vivió la Transición como una oportunidad de permanecer en las altas esferas, de perpetuar un hábitat político, económico y de poder construido en los cuarenta años de dictadura franquista; Casavella no se cortaba un pelo, dejando claro que los dirigentes del país no han hecho otra cosa que fijar sus asientos, atar los pocos cabos que pudieran haber sueltos tras la muerte de Franco y disfrutar de una vida completamente alejada de la que llevaban los habitantes del resto del país. Atienza es el faro que ilumina casos de corrupción, prostitución, chantajes, amenazas, asesinatos, palizas… es más turbio que Manuel Vázquez Montalbán —otra leyenda de la literatura denuncia— en cuanto toda la trilogía rezuma un aroma de resignación ante lo que parece ser un tótem inamovible. Se advierte en sus páginas un grito, una voluntad de golpear las paredes hasta romperlas, de hacer saber lo mal que está todo, lo engañados que estamos y lo poco que sabemos del mundo.
También es una carrera a los mandos de un bólido a toda velocidad, pues la primera novela habla del chabolismo de una Barcelona casi olvidada y la tercera se mueve en las más altas esferas, corruptas y mafiosas, de la sociedad. Un espectro que abarca todas las clases sociales, desde lo más humilde y desgraciado hasta lo más opulento, tanto que resulta insultante. Y siempre, con el ojo crítico de Casavella, con el filtro del personaje de Atienza, que observa los devenires de su propia vida como si fuera la propia Historia encarnada, una crónica exhaustiva de una sociedad que en realidad no cambiaba en su raíz: los ricos manejando el cotarro y los pobres malviviendo de espaldas al mundo. Casavella lo narra con una fuerza que nace del estómago, que golpea en el rostro y te hace sangrar. Una rabia que consigue que por momentos El día del Watusi sea desconcertante, hasta parezca carecer de sentido; y es que en realidad muchas veces la propia vida nos confunde.
Y es que la mal llamada picaresca española, que no deja de ser la cara B de la sociedad y al mismo tiempo lo más granado del sistema social, ya la exploraba Casavella en su novela debut El Triunfo —ganadora del Premio Tigre Juan de novela—, una historia en la que ya se atisba la característica realidad sucia de la que hará gala el escritor barcelonés durante su trayectoria literaria: unos personajes barriobajeros, situaciones escabrosas teñidas de humor negro, un barrio de la periferia que sufre las sacudidas del paso del tiempo, siempre injusto y atropellado, o los sinsabores de unas vidas que jamás llegaron a ser las que los protagonistas soñaron. Unos sueños truncados, convertidos en triste recuerdo del fracaso, que son sustituidos por la frustración, las drogas o el crimen.
En esas primeras novelas —que alternaba con la redacción de infinidad de artículos en revistas de música o todo tipo de suplementos dominicales de cultura, y que fueron recogidos en el ensayo Elevación, elegancia y entusiasmo (Galaxia Gutemberg)— Casavella explora la idiosincrasia de las clases bajas españolas al tiempo que retrata una época de cambios, los ochenta, en los que mucha población quedó atrapada en el fango. Sus novelas tenían un marcado carácter documental, una ventana por la que el mundo pudiera mirar, y los que estaban al otro lado poder ser observados y así no caer en el olvido.
La fijación de Casavella por ese mundo que no sale a la superficie volvería a tomar forma en Un enano español se suicida en Las Vegas, novela por la que deambulan personajes oscuros, la noche barcelonesa, las calles estrechas y sucias, los barrios más desfavorecidos; la temática del engaño, de los problemas de dinero, bates de béisbol rompiendo cráneos… un universo en el que se sentía cómodo, y del que surgían historias sencillas que al mismo tiempo reflejaban la complejidad de una sociedad que se erige a base de aplastar a los más débiles. Por si fuera poco, en este trabajo construye un gran engaño, que por primera vez envuelve al lector de manera directa, como si Casavella quisiera dar una buena hostia para que su interlocutor se espabile, que deje de ser un muerto viviente que no piensa en lo que sucede a su alrededor. Es necesario que se sacuda la bruma de encima.
La visión romántica del mundo o de la justicia es un camelo, no existe y es una de las grandes mentiras en las que vive el mundo; la realidad, la que se huele, la que impregna la piel, es despiadada y si te despistas te destruye por completo. No hace distinciones, y convierte al hombre en una bestia que hará lo que sea para sobrevivir. Unos someten y otros son sometidos. Una jungla en la que conviven muchos depredadores, a cada cual más despiadado que el anterior; agazapados, esperando su oportunidad. Casavella lo sabía, y por eso aquellos seres pueblan todas sus páginas. El que es vivo se sobrepone, el que se duerme en los laureles se pierde; el de los escrúpulos sufrirá, el que no los tiene o los ignora tendrá una oportunidad de salir de las arenas movedizas. Una suerte de leitmotiv que elevaría a la máxima potencia en El día del Watusi.
Su última novela, Lo que sé de los vampiros —ganadora del Premio Nadal en 2008— supuso un pequeño paréntesis en la temática de Casavella, una tragicomedia de corte histórico que se ambientaba en el siglo XVIII. Sin embargo, la sombra de los bajos fondos era alargada, y Casavella decidió regresar a ellos —de hecho, trabajaba en una nueva historia de Fernando Atienza— cuando un infarto de miocardio terminó con su vida cuando sólo contaba con 45 años.
La editorial Anagrama —casa que publicó la mayor parte de sus trabajos— ha decidido, en una sabia elección, recuperar las novelas de Casavella, que ya eran difíciles de encontrar o resultaban ser demasiado caras. En Amazon se llega a sobrepasar la centena de euros por un ejemplar. El mundo de la segunda mano, todo un universo por investigar. Fue en 2016 cuando se reeditó El día del Watusi en una edición íntegra de sus tres partes, un redescubrimiento para quienes desconocemos al escritor; un mamotreto de más de 900 páginas que devuelven a la palestra una obra capital de la literatura española más reciente. En 2017 ha sido el turno de El triunfo y Un enano español se suicida en Las Vegas. Es de esperar que en el futuro el resto de obras —que no son muchas, por desgracia— también vuelvan a salir a la luz, lo que supone un gesto de justicia hacia Casavella, quien si todavía viviera pensaría al ver la actualidad mundial que sus novelas han cobrado vida o que alguien en la clase política ha decidido seguir al pie de la letra sus magníficas tramas de corruptelas.
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