Bibliotecarios voluntarios en París, en febrero de 1919

Bibliotecarios voluntarios en París, en febrero de 1919

Un conocido cartel de la Biblioteca de la Universidad de Northwestern de 1942 reza el lema «Los libros son armas en la guerra de las ideas». Esta frase aparece además acompañada con una cita de Franklin Roosevelt que dice: «Los libros no se pueden matar con el fuego. La gente muere, pero los libros nunca mueren. Ningún hombre y ninguna fuerza puede poner el pensamiento en un campo de concentración para siempre. Ningún hombre y ninguna fuerza pueden tomar desde el mundo de los libros que encarnan la eterna lucha del hombre contra la tiranía. En esta guerra, lo sabemos, los libros son armas».

La idea del libro como arma, que pudiera parecer hasta cierto punto candorosa o quimérica, ha demostrado ser a lo largo de la historia más literal de lo que pudiera parecer. No conviene subestimar el poder de un libro, porque tienen la capacidad de cambiar el mundo y, por supuesto, de ganar una guerra, como ocurrió, por ejemplo, con una novela de Vicente Blasco Ibáñez.

No sería descabellado, entonces, imaginar a los bibliotecarios ejerciendo su labor en el frente de batalla. De hecho, así ocurrió tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial. En ambos conflictos bélicos los bibliotecarios fueron clave en la recopilación de libros y posterior distribución entre los soldados en el frente. Durante la Primera Guerra Mundial se instauró un Servicio de Biblioteca de Guerra que se encargó de establecer y organizar bibliotecas en campamentos militares y hospitales. Desde el frente las bibliotecas, que solicitaban libros para las tropas, llegaron a recaudar más de diez millones de volúmenes. Incluso se confeccionaron uniformes especiales para los bibliotecarios en campaña.

A raíz de la experiencia en la Primera Guerra Mundial, los dirigentes se dieron cuenta de la importancia de los libros durante la guerra, así que fomentaron todavía más su desarrollo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1941 se pone en marcha un esfuerzo nacional unificado patrocinado por la American Library Association, la Cruz Roja y la United Service Organizations. El programa, conocido como «Victoria», describía un buen libro como un «valioso y convenientemente empacado proyectil para la moral». Esta campaña consiguió recoger más de dieciocho millones de libros algo que además de para entretener a los soldados en el frente servía para incidir en la importancia de valores como la libertad de expresión para el pueblo estadounidense. Frente a ello, la campaña se encargó también de acentuar la visión de la Alemania nazi represora, con sus quemas de libros y asesinatos y encarcelamientos de disidentes. Hay que decir, sin embargo, que los libros que se enviaban al frente eran examinados antes por un comité de selección formado por bibliotecarios y que del total se llegó a enviar poco más de la mitad.

Una vez en el frente los libros servían para impulsar la moral de las tropas. Como muchas de esas bibliotecas estaban en hospitales a los libros se les daba un uso terapéutico, ayudando a los soldados convalecientes a superar el dolor físico o emocional. Determinados libros además ayudaban a aliviar la nostalgia, a ahuyentar el aburrimiento o a proporcionar formación a aquellos que querían tener un empleo al regresar a casa una vez acabada la guerra.

Durante esta época también se empezaron a producir y distribuir centenares de carteles como el de de la Biblioteca de la Universidad de Northwestern, que, curiosamente, servían de propaganda militar y fomentaban la lectura al mismo tiempo y a partes iguales. La idea era que las palabras son más poderosas que las espadas. Eso explica que en muchos de esos carteles la literatura aparezca militarizada.

Los libros y las bibliotecas se convirtieron en una forma de promover el espíritu de lucha, la solidaridad entre los norteamericanos y el valor de la libertad de expresión sobre todas las cosas. En este contexto los bibliotecarios aparecen convertidos en orgullosos americanos dispuestos a colaborar en lo que haga falta. Como en esa foto donde aparece una mujer reparando un coche y al pie se lee: «La maestra de sexto grado, vendedora, bibliotecaria, ha estado reparando autos y dándoles mantenimiento, oficios que solían ser exclusivos de los hombres». Eran otros tiempos y los bibliotecarios ‒y las bibliotecarias‒ iban a la guerra.

Fotografía de la orgullosa bibliotecaria reparando un vehículo

Fotografía de la orgullosa bibliotecaria reparando un vehículo

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