Recuerdo que se sentaban siempre en la parte de atrás del aula y sacaban las peores notas. No prestaban atención, interrumpían las clases y encabezaban la lista de castigados semana tras semana. También eran los más conflictivos en el patio, y uno se lo pensaba dos o tres veces antes de cruzar un par de palabras con ellos, siquiera una mirada.
Los alumnos que peores notas sacaban provenían de familias con bajos ingresos económicos, altos niveles de violencia doméstica e incluso delincuencia. A nadie le extrañó que, año tras año, el alumno cuyo padre entraba y salía de la cárcel con frecuencia no superase la barrera del aprobado. Nadie se asombró cuando se vio al hijo de un alcohólico bebiendo de una petaca en el recreo.
Algunos recuerdos de la infancia y adolescencia, incluso distorsionados por la edad, siguen acompañándome en el día a día. Aparecen en mitad de muchas decisiones personales, en las que se muestran como advertencias de un futuro a evitar. Es importante destacar que eran los alumnos que más perturbaban el estudio quienes más recursos necesitaban para salir de la espiral.
Ayer se habló de ellos en algunos medios. Contaban cómo los alumnos con menos recursos económicos son los más afectados por la pérdida de clases offline, y que no pueden darse clases online cuando los alumnos no disponen siquiera de conexión a internet. Inmediatamente volvieron a mi mente los nombres de algunos compañeros.
Me pregunté qué habría sido de aquellos alumnos que siempre distorsionaban las clases a costa de su propio futuro, atrapados sin saberlo en un bucle generacional sin salida. No hay que ser muy imaginativo para visualizar algunos comportamientos esperables, visiones de un barrio pobre traídas al presente. Así es la vida de los alumnos que han dejado de hacer ruido.
El padre de Alfonso (el nombre real se ha ocultado) sigue bebiendo en casa. Hace un mes que no le salen trabajos en B, y ahora vive los días en estado de embriaguez, de la que escapa de tanto en tanto para golpear a sus hijos. Cada pocos días se escucha a la madre gritar. Trabajaba como prostituta pero ahora no puede salir a la calle. No hay ingresos, y Alfonso no dispone de internet.
Beatriz trata de estudiar en su vivienda a través de las fotocopias que le llegan del centro escolar un par de veces por semana. En su vivienda no solo no hay internet, sino que apenas disponen de uno o dos teléfonos para siete hermanos. Solo el padre trabaja, la madre falleció al traer al mundo al último hijo, del que Beatriz cuida durante gran parte de la jornada. Concentrarse es inviable.
En casa, José pasa los días delante del televisor. Se traga entre nueve y diez horas de series con anuncios. Utiliza la excusa de que no dispone de ordenador para evitar estar al tanto de las actividades del instituto. Es el menor de los hermanos ya independizados y sus padres, ya mayores, viven ajenos a la tecnología que habría permitido estudiar a José. Nadie le supervisa.
David sigue llorando en casa por las noches, pero ahora lo hace también durante el día. No se atreve a contarle a su madre que los insultos han seguido aumentando en intensidad. Él sí dispone de red, pero sus compañeros tienen más tiempo para atacarle con mofas que le marcarán de por vida. Encerrado en su cuarto, solo sus agresores saben lo que está pasando.
Yolanda dejó el instituto hace un mes, forzada por su familia. No ha llegado a la edad mínima para dejar la ESO, pero el instituto no dispone de medios para atenderla. Ella no lo sabe, pero en menos de un año se va a casar con un desconocido amigo de su hermano mayor. Tendrá su primer hijo a los dieciséis. El instituto era su único contacto con un mundo de oportunidades.
Las historias de arriba pudieron haber sido reales de haberse dado en el presente. Sus protagonistas sí son reales. Los conocí a todos, y ninguno de ellos tiene hoy un futuro prometedor. Incluso con un instituto en marcha, estos alumnos quedaron rezagados y abandonados. Ahora preguntémonos qué ocurrirá con quienes no tienen siquiera ese cabo del que agarrarse.
Imágenes | Jordan Sanchez
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