Sobre Edward Hopper
Edward Hopper es una de las figuras más destacadas de la pintura estadounidense del siglo XX. Nacido a finales del siglo XIX, en el año 1882, es uno de los principales artistas del realismo pictórico.
Vivió desde su mayoría de edad en Nueva York, donde residiría el resto de sus días y donde realizaría la mayor parte de su obra. Cursó estudios de arte en la New York School of Art y se relacionó con la escena artística neoyorkina de la época.
Viajó en tres ocasiones a Europa, donde tomó contacto con la corriente impresionista, tan en boga por aquel entonces. A pesar de ser un pintor realista, se le relacionó – por las temáticas que trataba en sus obras – con las corrientes vanguardistas.
Su carácter introvertido y callado toma gran importancia en sus obras, en las que se ve reflejado. Además, sus cuadros nos acercan a una sociedad invadida por la desidia y marcada por la crisis económica de la Gran Depresión, con lo que también podríamos considerarlo un artista social, de temáticas principalmente costumbristas.
Los autómatas de Hopper
Las figuras humanas de los cuadros de Hopper se nos muestran como meros espectadores pasivos del espacio que ocupan. Los edificios y las ciudades se convierten en jaulas de hormigón. Unas jaulas que el hombre – el propio animal que las ocupa –, ha construido para sí, desnaturalizando así su esencia de una forma que no llega a comprender por completo.
Los personajes de Hopper rara vez interactúan entre ellos, aparecen enfrascados en su propio mundo interior, envueltos en una maraña de pensamientos que solo podemos llegar a imaginar. Se nos muestran distantes, casi como autómatas (ese es el apelativo que emplea, de hecho, en el título de alguna de sus obras).
¿Sienten pesar o han dejado de sentir? Todos guardamos anhelos y deseos que nos mueven, nos ilusionan y nos llenan de esperanza y energía. Parece que las personas de estas imágenes han olvidado esto en algún punto y simplemente se dejan arrastrar por el día a día, repitiendo su rutina sin ningún tipo de emoción.
No se trata de figuras tristes, de personajes que sufran; sin embargo, apreciamos que les falta algo por sus miradas, por su forma de interactuar – sin apenas relacionarse con ningún otro personaje de la escena – y por sus poses. Se asemejan más a animales en cautividad que a personas propiamente dichas. No parecen estar en su hábitat natural, resulta como si se adaptaran a una rutina que no los estimula y que les ha robado su esencia salvaje y enérgica.
Leer un periódico por inercia, saber de hechos ocurridos en otra parte del mundo y que se han reducido a una hilera de letras negras sobre un papel, que rara vez nos arrancan una emoción pura. Arrastrar los dedos por las teclas de un piano, arrancándoles alguna tímida y pesarosa nota, fruto del aburrimiento… A eso hemos quedado reducidos, a unas máquinas de matar tiempo.
Costumbrismo estadounidense y la importancia del paisaje
El espacio se convierte en otro personaje más del lienzo, un protagonista de peso en cada una de las historias que compone el artista. El clima, la hora del día en que se sitúa la escena, incluso el espacio en sí, no importan, siempre nos provocan lo mismo. Los espacios que crea Hopper tienen una fuerza propia, silenciosa y pesada, que sobrepasa la de las figuras humanas.
La composición de los cuadros de Hopper es muy ordenada, los elementos no presentan ángulos aberrantes ni se percibe tensión en ellos. Predominan las líneas rectas e incluso en los ambientes naturales – en los que abundan elementos orgánicos, como árboles y plantas – nos abruma una sensación de perfección y orden.
Las personas parecen una pieza más del puzzle, un elemento decorativo a mayores. Impecables, pasivas, calmadas, asépticas… Hay poco de humano en ellas. Ninguna emoción se desborda, las poses son rígidas, como si pretendieran de ser un mueble más, pasar desapercibidos y fusionarse con el entorno.
Si tratamos de sumergirnos en estas escenas y formar parte de ellas no abruma el silencio que a buen seguro lo inundaría todo. Cada una de sus imágenes parecen fotogramas congelados de una película, no hay apenas movimiento y acción en ellas. Todo es calma y pausa en una sociedad que es el mayor engranaje de la maquinaria económica que mueve el mundo.
La contemplación como vía de escape
En muchos de los cuadros de Hopper las figuras principales aparecen observando el paisaje que se abre ante sus ojos. Aunque esto confiere peso e importancia al propio paisaje también se la da al espectador, ya que en la mayoría de los lienzos son el elemento principal de la composición. Lo que nos interesa, por tanto, en lo que se centra el artista, es en ese espectador pasivo. Quiere, de alguna forma, que conectemos con él y nos reconozcamos en sus emociones.
La respuesta a qué sentimiento o pensamiento nos debe invadir al ver un cuadro rara vez está clara, eso es lo que hace de una obra algo interesante y genuino. Hopper habló muy poco sobre sus obras y concedió muy pocas entrevistas, asegurando que el mensaje de sus cuadros se encontraba en los propios lienzos.
Ateniéndonos a esto solo podemos mirar, como hacen los personajes de los cuadros, y dejarnos llevar por las escenas que tenemos frente a nosotros.
Hopper y la sociedad moderna
Aunque a primera vista los cuadros de Hopper nos puedan impactar por la aparente frialdad emocional de las escenas, es inevitable que lo que vemos nos haga reflexionar. Esas figuras no son tan distintas a nosotros. Esos neoyorkinos de mediados del siglo pasado no son más que animales domesticados, como lo somos nosotros. Personas con sus necesidades básicas cubiertas, emociones tibias que nunca alcanzan un éxtasis desmedido ni una tragedia arrolladora… Seres inmóviles, con los hombros cubiertos del polvo de la desidia y con la mirada cargada del vacío de la soledad. Víctimas de una vida moderna que no llega a colmar sus deseos y que los abandona a medio camino de la felicidad.
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