Crear un libro, en la Edad Media, era un proceso que podía llevar años. Solo hay que imaginar al escriba o al copista, inclinado sobre su mesa, bajo una iluminación natural, un día detrás de otro, componiendo el texto con una paciencia infinita. Es lógico que cualquier propietario de libros se cuidara de salvaguardar esas valiosas joyas por todos los medios posibles. A veces se recurrieron a métodos más prosaicos, y así nacieron las bibliotecas encadenadas, pero lo más habitual era utilizar sistemas más intangibles, recurriendo a las amenazas a través de las palabras. No era extraño que al principio o al final de los libros rezaran dramáticas maldiciones que garantizaran dolor y sufrimiento a cualquiera que se atreviera a robar o a dañar esos tesoros.

Para ello, no dudaron en recurrir los peores castigos que se conocían: desde la excomunión hasta una muerte inmediata llena de dolores terribles. Robar un libro podía significar que fueras atravesado de forma fulminante por una espada demoníaca, que te cortaran las manos, que te sacaran los ojos o que tu alma acabara condenada al fuego eterno. Nada de ello llegaba a producirse, por supuesto, pero la amenaza era incentivo suficiente como para evitar que hubiera que llegar a esos extremos, sobre todo porque en un momento en que la gente creía que todas aquellas maldiciones podían hacerse realidad y no iban a arriesgarse a comprobarlo.

Marc Drogin recogió en su libro de 1983 Anathema!: Mediaeval Scribes and the History of Book Curses un buen compendio de estas maldiciones. Drogin era un diseñador que atraído por las letras góticas y la caligrafía medieval, encontró una de esas maldiciones mientras se documentaba sobre el tema. El título del libro de Drogin hace referencia a uno de los castigos más frecuentos, el anatema, que implicaba la excomunión. A medida que continuó investigando encontró más y más maldiciones y comenzó a recopilarlas, formando una colección que iban desde la antigua Grecia y Babilonia, pasando por el Renacimiento, hasta el siglo XIX. La diferencia entre Drogin y otros historiadores que se habían referido anteriormente a estas sentencias es que estos últimos las consideraban simples curiosidades históricas, mientras que para Drogin era la prueba de cuán valiosos eran los libros para los escribas y eruditos medievales, en un momento en que en las bibliotecas podía haber tan solo unas pocas docenas de libros. Drogin consiguó reunir en su libro docenas de maldiciones y además llegó a advertir que tenía otras tantas que le daban para hacer una segunda edición, aunque nunca llegó a hacerlo.

Las maldiciones utilizadas podían ser desde fórmulas muy sencillas hasta sentencias tremendamente elaboradas. En su ensayo Drogin escribió que la efectividad de la amenaza era proporcional a la cantidad de detalles morbosos en relación al sufrimiento físico que daban. Algunos escribas llegaban a unos niveles de creatividad sorprendentes. En la biblioteca del Monasterio de San Pedro en Barcelona encontramos la siguiente advertencia: «Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas, como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.»

Ahora bien, no todos los escribas fueron igualmente creativos. No era extraño que hubiera maldiciones que se copiaran o que se reciclaran, con diferentes cambios o añadidos. Incluso hoy en día sigue siendo muy habitual encontrar la maldición más famosa de todas, la que se encuentra en la biblioteca de la Universidad de Salamanca: «Hay excomunión reservada a Su Santidad contra cualesquiera personas que quitaren, distrajeren o, de cualquier modo, enajenaren algún libro, pergamino o papel de esta biblioteca sin que puedan ser absueltas hasta que esta esté perfectamente reintegrada.»

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