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Partimos de la premisa de que todos y todas tenemos claro que la motivación de nuestro alumnado, el esfuerzo mutuo y la constancia son elementos fundamentales para alcanzar el éxito escolar. Si queremos conseguir ese éxito tendremos que valorar y tener confianza en las capacidades competenciales de nuestro alumnado.

Hoy, que tanto se habla de fracaso y de abandono escolar como uno de los grandes problemas de la sociedad, tendremos que replantearnos el por qué de unos malos resultados que, sin duda, son consecuencia de metodologías erróneas, de familias desestructuradas, de trastornos conductuales que impiden el progreso al ritmo que requeriría su edad. Pero esta es la mirada de las carencias de lo que no hace la escuela, lo que no consiguen los estudiantes, lo que no logra la educación, lo que le falta al profesorado. Pero esta mirada de la educación, del concepto de éxito escolar es bastante reduccionista y simple ya que, como muchos de vosotros, pienso que no se trata solo de conseguir resultados y de rendir cuentas.

Yo también entiendo la educación como el proceso o camino que se va construyendo, como una relación viva con mi alumnado . No se trata de preocuparnos solo de qué o cómo enseñar ciertos contenidos, sino de llevar a nuestras clases sus experiencias, tanto las externas como las que han dejado huella en ellos en su relación con su estar en nuestros centros. De preguntarnos por la relación educativa con nuestros estudiantes y no solo con cómo ayudarles en la adquisición del saber. Se habla de un consentimiento del sujeto, del alumno para que se produzca el vínculo con los aprendizajes y con los centros educativos. Si esta simbiosis no se produce aparecerá el desinterés, la falta de autoestima y motivación, la desafección hacia un sistema educativo excesivamente preocupado por obtener las mejores tasas de éxito.

Tendremos que reorientar nuestras prácticas educativas desde los niveles iníciales, ya que en esos primeros momentos se van gestando desmotivaciones, que posteriormente llevan al abandono, o a la no continuidad de la educación post-obligatoria.

Para favorecer el pretendido éxito tendremos que conseguir la mezcla adecuada de apoyos y exigencias al alumnado, valorarles, confiar en sus posibilidades y capacidades y dar sentido a aquello que queremos que aprendan. Para ello habrá que meterse tanto en su piel como en su mente, entender y comprender que esperan ellos de nuestra actuación docente, qué podemos ofrecerles. Para ello, no se trata solo de estar ahí, de dar nuestras clases cada día y cumplir con las tutorías cuando la cosa se pone fea, no es solo estar presentes sino tener presencia, que dejemos nuestra huella, que reconozcan nuestra labor.

Lo que el alumnado quiere no es que sepamos mucho de nuestra materia sino, sobre todo, que sepamos transmitirlo para que comprendan con facilidad lo que queremos que aprendan. Explica bien quien sabe transmitir, quien lo hace de forma clara, intentando simplificarles lo complejo haciéndolo sencillo. Para ello, todos repetimos en clase muchas de nuestras explicaciones, sin prisas, adecuándonos a su ritmo para ir superando, peldaño a peldaño, cada una de sus lagunas o dificultades. Todos y todas hacemos que nuestros contenidos sean lo más significativos posibles y, a la vez, comentamos para qué pueden servirles, el motivo por el que necesitarán aprenderlos. Eso les va a dar tranquilidad y confianza en que lo van a conseguir y que además va a ser útil. Solo podrán tener éxito en nuestra materia si les gusta, si la comprenden, si la usan.

Nuestro alumnado prefiere un profesorado que transmita alegría, que les divierta, que sea cercano, que les acompañe en su aprendizaje. Que en nuestras clases no solo enseñemos cosas sino que hagan muchas más. Pero para ello los primeros entusiasmados, para poder contagiar ese amor, tenemos que ser nosotros.

Nuestro alumnado no espera de nosotros que lo sepamos todo sino que demos vida a aquello que tratamos de enseñarles. Si acercamos lo que queremos que aprendan a su contexto no tendrán que repetir con memorizaciones absurdas. Nuestro alumnado ya está saturado de teorías, de contenidos poco significativos.

En esa relación es donde debemos profundizar ya que no debemos confundir el ser cercanos con convertirnos en sus colegas. Tenemos que darles confianza para que nos pregunten sus dudas, para que participen en clase, para que la interacción comunicativa en inglés no esté bajo la sombra del miedo al ridículo. Tienen que sentirse queridos, escuchados pero manteniendo la distancia que implica el respeto y no confundir nuestra relación con la de su grupo de iguales. A veces es difícil saber marcar estas distancias que , sin duda, son necesarias. Tenemos que tener autoridad sin llegar al autoritarismo, exigirles como muestra de que nos interesa que aprendan. Si sabemos hacerlo recibiremos la respuesta adecuada ya que habremos sacado lo mejor de cada uno de ellos. Un ambiente cordial y distendido en clase no es contradictorio con la exigencia en el trabajo diario.

Por otro lado, no debemos olvidar que para estar ahí hay que actuar, tomar la iniciativa no solo ante los saberes que queremos transmitir sino que tendremos que estar presentes en sus vidas y, a su vez, ellos en las nuestras, que se sientan importantes, escuchados y queridos. Tendremos que actuar entre la atención a la colectividad, al grupo y a las individualidades, dentro de ese proceso de inclusión que la atención a la diversidad nos pide. Tendremos que seguir preguntándonos qué necesitan y qué quieren aprender en una juventud que, como la sociedad que les ha tocado vivir, cambia a una velocidad vertiginosa.

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