«Manifestación», de Antonio Berni (Fuente).

El contenido de la ciudadanía atravesó distintos cambios a lo largo de la historia. Repasarlos someramente permite rastrear las luchas que se ocultan tras esas definiciones.

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La ciudadanía de la Grecia clásica responde a su organización social esclavista. Ciertamente, las reformas de Solón y otros gobernantes populares, durante los siglos VII y VI a. d. C., crearon una clase de agricultores y trabajadores libres, mediante el reparto de tierras y la abolición de la servidumbre por deudas. Pero sin la introducción masiva de grandes contingentes de esclavos la supuestamente democrática Grecia de Platón y Aristóteles no habría existido. Fue después de que la sociedad griega organizara su economía en base al esclavismo que la división política en demos cobró forma y la asamblea popular acrecentó su poder. Esta Grecia no repartía cartas de ciudadanía a cualquiera: sólo podían tenerla los nacidos de padres griegos.

La de Roma también fue una formación social esclavista. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en Grecia, la aristocracia terrateniente romana mantuvo su poder, concentró la propiedad de la tierra y evitó cualquier reforma agraria. En este caso, la expansión de la ciudadanía marchó al ritmo de la extensión del dominio territorial romano. Las clases dirigentes de la península itálica primero, y las del occidente después, se incorporaron rápidamente al pacto político que le proponían sus homólogas romanas, a raíz de las similitudes sociales que las unían. El advenimiento del Imperio, con Augusto, no modificó en lo sustancial estas condiciones de la ciudadanía.

Durante el Medioevo del occidente europeo, las anteriores formas de ciudadanía mayormente desaparecieron y fueron reemplazadas por los vínculos de vasallaje, que establecían obligaciones de los vasallos hacia sus señores feudales. Las variadas formas de servidumbre que se desarrollaron en este período consistían en dependencias personales antes que en lazos políticos. La lealtad servil al señor reemplazó las obligaciones cívicas en el marco de un Estado. Los límites geográficos del feudo marcaban la extensión territorial de los lazos de servidumbre.

La Revolución Francesa introdujo en la política moderna decisivas transformaciones en los alcances de la ciudadanía. La constitución jacobina de 1793 postuló la igualdad de todos los franceses, la abolición de cualquier servidumbre, el sometimiento de las autoridades a la voluntad popular y la obligación del gobierno de promover el bienestar de los ciudadanos. Pero la burguesía francesa, que miraba con temor la radicalización de los sans culottes, hizo todo lo posible por contener el auge revolucionario. Su proyecto consistía en derribar el orden estamental de la sociedad feudal y desarrollar una nueva organización social basada en el trabajo asalariado de seres humanos despojados de todo medio de subsistencia y obligados consecuentemente a vender su fuerza de trabajo. Ese era el marco de la ecuación política que igualaba a un hombre con un voto.

Si miramos el siglo XIX, encontramos tensos debates y encarnizadas luchas en torno a la extensión y el carácter de la ciudadanía. Mientras que los trabajadores luchaban denodadamente por una ampliación de la democracia y por mejoras sociales para su condición, los burgueses preferían una ciudadanía limitada a las clases medias a través de distintas variantes de voto calificado masculino. La reforma electoral inglesa de 1832, por ejemplo, no amplió sustancialmente la cantidad de votantes. Hacia la segunda mitad del siglo, la forma de gobierno predominante era aún la monarquía, aunque ya no absoluta, sino limitada por alguna clase de constitución y unos parlamentos votados por una parte de los habitantes de cada Estado.

La construcción histórica de la ciudadanía en Argentina también exige mirar el siglo XIX. Aunque los liberales vernáculos se esforzaron en parangonar la historia argentina con la europea, las semejanzas que creyeron encontrar resultaron ser casi siempre espejismos. El modelo productivo de la segunda mitad del siglo XIX argentino no era industrialista sino fundamentalmente agro-exportador. No había, por tanto, burguesía industrial ni proletariado industrial. Había, por el contrario, una clase terrateniente vinculada a la economía mundial cuyo proyecto para el país no iba más allá de convertirlo en proveedor de materias primas para las naciones industrializadas. Entonces, “educar al soberano”, como proponía Domingo F. Sarmiento, no consistía en formar una clase proletaria para que manejara máquinas, sino en dominar a los gauchos de las pampas para convertirlos en dóciles peones de estancia. Como las calificaciones requeridas para ser peón de estancia no eran las mismas que las de un obrero industrial, los clubes políticos elitistas y los pactos entre oligarquías suplantaron la inexistencia de partidos políticos. La ciudadanía no pasó de ser la que correspondía a un país semicolonial, agro-exportador y de reducido mercado interno. Al mismo tiempo, la propuesta educativa sarmientina avanzó rápidamente, en la medida en que sólo una iglesia poscolonial le hizo frente durante algún tiempo. El caso argentino permite avalar la tesis de que no siempre el proyecto de las burguesías resultó modernizador en los términos europeos.

Recién a mediados del siglo XX el peronismo reformulará el contenido de la ciudadanía argentina, dando cabida a la nueva clase social que por entonces había cobrado forma: los obreros industriales. Esta ciudadanía amplió la inclusión social mediante la sindicalización masiva de los trabajadores, la concesión del derecho al voto a las mujeres, el acceso a servicios de salud, la extensión de la jubilación, y un amplio conjunto de beneficios sociales.

Quienes plantean que el Estado, desde una supuesta neutralidad, construye la ciudadanía a través de la educación, olvidan que el Estado tiene también su propia historicidad. La definición de la ciudadanía es inseparable de la lucha de clases histórica. Cuando el debate historiográfico elude esta cuestión, intentando evitar sus escozores, no incurre en una posición conservadora sino en una torpeza lisa y llana.

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