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Dice el refrán que “un padre es para cien hijos, pero cien hijos no son para un padre”. Los hijos, a través de los tiempos, han sido un poco como el lobo feroz en los cuentos infantiles, siempre se han llevado esa parte peyorativa, se les ha juzgado a priori, sentenciando cualquier actuación de estos; sobre todo cuando llega esa etapa difícil de la senectud y cada hijo se encuentra en lugares distintos y con responsabilidades diferentes. Al principio, es fácil para todos: nacemos y somos los amados, recibimos de nuestros padres la educación, los valores, el cariño, etc. Y claro que sí, por supuesto que nos ponemos el traje de hijos, para lo bueno y para lo malo. Y con esa mano fuerte y cariñosa vamos creciendo y conquistando el mundo. Está “guay” el papel de hijo… Pero un día, el traje, que con puntadas tan certeras confeccionaron nuestros padres, empieza a desvencijarse. Miramos a nuestro alrededor y ya no está esa mano fuerte y esos sabios consejos a los que acudíamos siempre.

De pronto, de tu boca nacen palabras, que solo ellos pronunciaban y la mano fuerte que aúpa ahora resulta que es la tuya. Ahora, eres tú el que dice palabras bonitas o el que regaña. Te miras al espejo y el adorado hijo ha desaparecido, tus queridos padres se han esfumado y es el hijo el que sufre el inexorable paso del tiempo. Es por eso, que nadie, jamás, ha echado cuentas al sufrimiento del hijo, ha de verlos extinguirse, apagarse e incluso no recordar quién eres.

Los padres te cuidan y se desviven hasta el final de sus días y los hijos, cuando ellos se van, llevarán siempre tatuado, las vivencias, el recuerdo y el pensamiento. Tendrán la responsabilidad de vivir por ellos y solo dejarán de existir el día que tú, como hijo, abandones este mundo porque sus vidas se prolongaran en las tuyas.

Es por ello que tendremos que cambiar el refrán inicial porque un padre es para cien hijos y un hijo ha de multiplicarse, en muchas ocasiones, para atender a sus padres y prolongar la vida de sus antecesores en la suya propia.

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