La anciana apagó la hornalla y retiró la olla en la que hervía las verduras, se sirvió un poco del caldo en su jarrito metálico y se sentó en el desgastado sillón de la esquina para beberlo. La casa estaba en penumbras debido a que la mayoría de las lamparitas se habían quemado, y la jubilación era escasa como para comprar nuevas. Además, no estaba en condiciones de andar trepando para cambiarlas, su avanzada edad le negaba la mayoría de las actividades domésticas. En consecuencia, la suciedad reinaba en aquella vieja y descuidada casa, y se combinada con un olor a humedad que incentivaba el catarro crónico de la mujer.
Afuera estaba oscuro, era invierno y hacía un par de horas que había anochecido. El viento soplaba con fuerza y filtraban ráfagas frías por las decenas de rendijas que se formaban involuntarias en cada unión de ventana o en cada puerta. Lo único que le brindaba calor era el hogar a leña que había en una de las paredes de la sala, pero en lugar de tener madera ardiendo en su interior, poseía una precaria estufa a gas.
Y cerca del hogar estaba él, como de costumbre, mirándola en silencio, aquel muchacho que había amado en su juventud y que había muerto a temprana edad a causa de una enfermedad desconocida. No recordaba cuanto tiempo hacía que lo veía, pero ya se había acostumbrado. Cada noche, después del atardecer aparecía parado allí, sin hablarle, mirándola con una expresión severa, como acusándola de algo que había hecho.
Al principio ella le temía. Le preguntó varias veces por qué estaba allí, pero el joven jamás le contestaba, simplemente la observaba con una expresión acusadora que la abrumaba. En un principio creía que esa mirada se debía a que ella no había podido ir a verlo en su lecho de muerte, sus padres no se lo habían permitido por temor a posibles contagios. Pero en el fondo sabía que no era así, él era un muchacho muy bueno como para acusarla de algo de lo que no era culpable. Era otra cosa, y aunque ella se negara a recordarlo porque estaba arrepentida, lo hecho, hecho estaba y no podía volver el tiempo atrás, ese secreto la perseguiría siempre.
Tomó un sorbo de su caldo y notó que esa noche el muchacho estaba diferente en comparación a su estado habitual, esa vez no solo la observaba con expresión acusadora, sino que en sus ojos se reflejaba un odio que le helaba la sangre. Si su hijo estuviera allí… tal vez aquella visión desaparecería, pero él la evitaba. “Si no fuera por esa zorra que tenía como esposa…”, pensaba. Pero en el fondo, con los años había empezado a reconocer sus errores, toda su vida había sido una mujer muy negativa y protestona, y creía que por ese motivo ni su hijo ni su nieto iban a verla.
Un acceso de catarro la hizo salir de su ensimismamiento, y se estremeció al ver que el muchacho se agazapó como animal furioso ante tal estrépito. Esa noche era diferente, algo le pasaba al joven, y por primera vez en mucho tiempo sintió miedo. No terminó el caldo, y a pesar de que las verduras estaban listas, había perdido el hambre. Despacio se incorporó, estaba muy cansada y los huesos le dolían demasiado. Ni siquiera apagó la estufa, no quería acercarse a su antiguo amado, esa expresión que rozaba lo siniestro le había devuelto el miedo que no tenía desde hacía tiempo, desde las primeras veces que lo había visto junto a su chimenea. Por algún motivo que no entendía, él siempre se paraba ahí, cerca del fuego, o apoyado en el ladrillo cuando no era invierno. Pero esa noche se mostraba de una manera hostil, intimidadora.
¿Acaso le estaba reclamando algo? ¿Acaso se había enterado de su secreto y se lo estaba reprochando? Estaba segura de que no respondería esas preguntas, él nunca le hablaba. Arrastró sus sandalias hasta su cuarto y se sentó en la cama. Esta vez el temor se anteponía al sentimiento de protección que siempre había sentido con la aparente presencia de su viejo amor. Esa noche los fantasmas, o simplemente los deslices de su mente, venían a reclamarle el mal que había causado. Esa afrenta que sólo ella conocía y que con el tiempo se fue convirtiendo en una culpa que la carcomía por dentro.
Dejó el velador encendido y se metió en la cama, y en todo momento no despegó los ojos del marco de la entrada que tenía a su izquierda. Veía cómo el resplandor de la estufa entraba con movimientos tenues desde el living. Los minutos pasaron, y con los ojos entrecerrados vislumbró algo que la hizo despabilarse. Unos dedos se aferraron al marco de la puerta, que avanzaron lentamente dejando a la vista una mano. Sin duda era la del muchacho, su amado, pero esta vez se la veía consumida por la putrefacción de la muerte. Pronto vio el brazo envuelto en una mortaja de un blanco gastado.
La anciana cerró los ojos y se cubrió la cabeza con esa frazada protectora que difícilmente la salvaría de algo. Lloró entre las sábanas porque supo que sus actos egoístas tenían sus amargas consecuencias, y sabía que debía ser castigada por ello. Con un escalofrío sintió todo el dolor que le había causado a su hijo, lo castigó por haberla abandonado por esa zorra, que lo había convencido de irse a vivir tan lejos de ella. Rezó un padre nuestro esperando que Dios se apiadara y la protegiera en ese horroroso momento. Pero ya no había retorno, lo hecho, hecho estaba.
Levantó un poco la frazada para ver si el muchacho aún estaba ahí. En la puerta no había nadie. Estaba agitada y su respiración era profunda. Destapó su cabeza y se encontró con su amado frente a frente, estaba arrodillado al costado de su cama, a su derecha, mirándola. Pero su rostro no era el que recordaba, sus facciones estaban desfiguradas por la podredumbre que proporciona la tumba con el paso del tiempo. La anciana quiso gritar, pero el sonido no llegó a su garganta. Sintió que algo le apretaba el pecho y un instante después todo se puso negro, eternamente.
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