I

El falso progresismo nos rompe las pelotas todos los putos días y Javier es la encarnación de lo políticamente correcto. Fue hecho para estos tiempos. ¿Por qué? Porque es un chueco de mierda. Perdón, corrijo: tiene una discapacidad motriz de nacimiento. Vuelvo a corregirme: tiene “capacidades especiales”. ¿Vos te das cuenta? Pasamos de “chueco” a Superman. Decime qué mierda quiere decir “capacidades especiales”. ¿Qué tiene? ¿Súper poderes? ¿Puede volar, tirar rayos por los ojos? No, ni una cosa ni la otra, pero camina raro. ¿Y cuándo eso se volvió un súper poder? El mundo se va al carajo de manera tan gradual que ya ni nos damos cuenta. Eso sí, no lo digas en voz alta porque enseguida te salen con que sos un facho.

Javier, en cambio, puede decir lo que se le cante el orto. Dejame que te explique: a principio de los ochenta, cuando él nació, los pingüinos y las ballenas se consideraban “especies en peligro de extinción”. Por eso, en los noventa todos participábamos de algún movimiento ecologista y tirábamos pintura a los empresarios. Hoy las cosas cambiaron: los pingüinos no importan un carajo y las nuevas especies en extinción son las minorías que sufren la opresión de algún ente abstracto que nadie vio pero que todo el mundo sabe que existe. Antes lo llamaban “el sistema”, ahora lo llaman “el patriarcado” y mañana lo llamarán “Saurón” o “Voldemort”.

El punto es que sólo podés hacer o decir lo que se te cante si estás en alguna de las siguientes categorías: trans, gay, mujer, morocho, indígena, discapacitado, hincha de Platense y votante de Zamora. Bueno, de los dos últimos no estoy seguro pero de los otros sí. Y si integrás más de una a la vez, olvidate, sos Gardel. Y si estás en todas sos Dios. En otra época garpaba ser judío, pero eso ya no está entre las especies en peligro.

Javier es hombre, cheto, rubio, cis, hétero y flaco, así que en teoría está jodido pero… es chueco. ¿Y a que no adivinás qué hace ahora? Sí, stand up, y encima le va bien, pero no porque sea gracioso sino porque la gente lo ve y dice: qué valiente, a pesar de sus capacidades especiales mirá como sale adelante.

Igual te aclaro que el hijo de puta, más allá del problema en las piernas, no tiene nada. Es re inteligente, es un abogado de la puta madre y como fiscal gana un sueldazo. Así que, como no es ningún boludo, se subió a la ola del “progresismo berreta” y ahora la levanta en pala. Él mismo me lo dijo, está podrido de hacer chistes sobre sus “capacidades especiales” pero es lo que la gente quiere: lo invitan a programas de televisión, le hacen notas en los diarios, lo que quieras. Recuerdo uno de los títulos: “Javier, un ejemplo de vida: se ríe de su discapacidad”. Qué hijo de puta… Yo ya le dije que haga chistes mejores, que se zarpe más, si total no lo pueden tocar… pero no, sigue políticamente correcto. Ojo, no lo hace porque esté de moda, lo hace porque siempre fue así: un viejo choto chueco y cuadrado. Yo lo conozco desde los seis y te puedo asegurar que después de treinta años no cambió nada. Ya desde chiquito la madre le bajó línea con eso de terminar una carrera, conseguir un trabajo profesional… y es lo que hizo.

Nuestra relación siempre fue tormentosa. En la primaria me jodía un montón, pero yo no podía devolvérsela porque después me iban a decir: ¿Cómo le vas a pegar a un discapacitado? En esa época se usaba ese término. Una vez frente a toda la clase me acusó de acoso sexual por jugar a la mancha. Hay que ser sorete para hacer algo así, pero tengo que admitir que fue un adelantado porque hoy en día con sólo respirar te clavan una acusación. Ahí ya se proyectaba su perfil de fiscal: se la pasaba acusándome de todo. Yo no sé cómo terminamos por ser amigos, o al menos por formar parte del mismo grupo. Éramos Quique, Papo, él y yo. Para el secundario ya éramos un grupete consolidado: los nerds del curso, los “anti sociales”. Yo era el que peor la pasaba, y encima él no ayudaba ni un poco, porque se enojaba conmigo por cualquier pelotudez. Si yo decía algo, cualquier cosa, él lo interpretaba para hacerlo sonar ofensivo. En el fondo yo sé que no se enojaba en serio, pero hacía tanto esfuerzo para calentarse que al final terminaba lleno de bronca. Esa fue otra cosa con la que se adelantó veinte años: ofenderse por cualquier cosa sólo para joder.

Una vez, cuando Javier estaba comiendo, Quique se le acercó por detrás y le metió por el cuello de la remera una rodaja de tomate llena de aceite y vinagre. Cuando Javi se dio cuenta empezó a perseguirlo pero después no hizo nada, estaba todo bien. Si yo hubiera hecho eso él no me hubiera hablado en una semana, y hasta me hubiese demandado por daños y perjuicios.  Cuadrado, terco, conservador, políticamente correcto y con un carácter de mierda, así fue siempre, Javier, así es todavía hoy y así se va a morir. A los treinta se metió con lo del stand up por recomendación mía. Él siempre había sido bueno contando historias, así que me pareció un lindo curro para que conociera minitas. Ah, porque a él, como a mí, en el levante le iba para el culo. No porque no tuviera facha sino por la baja autoestima que le generaba su disca… sus “capacidades especiales”.

Yo le decía que eso no importaba, que un amigo mío que andaba en silla de ruedas levantaba a más no poder. Le contaba que ese chabón, Carlos, tocaba con total impunidad cuanta teta y culo se le cruzara por el camino, que así de una las agarraba y las sentaba en sus piernas. Las minas no podían decir nada, imaginate, si le pegaban o lo insultaban él tenía línea directa con el INADI. Y cuanto más “progres” las minas, más impunidad. En el ranking de la victimización la vida de alguien con “capacidades especiales” vale más que la de una mujer. De todas formas no me acuerdo el orden actual, hay que chequear cada cuánto cambia porque todo eso varía según las modas.

Como sea, Javier siempre tuvo ese complejo y por eso con las minas era un desastre, y si bien no lo mandaban al carajo como al resto de los mortales, lo mandaban directo a la zona de amigos. Si al menos hubiera usado el carácter de mierda que tenía, seguro que la hubiese puesto mucho antes. Las minas confunden el carácter de mierda de un maltratador con la seguridad de un “hombre de verdad”. Pero no, esa parte de la personalidad Javier la guardaba para los amigos, en especial para mí. Cuando hablaba con una chica el pelotudo se ponía a temblar como una hoja.

Otra cosa de Javier que me rompe las pelotas es su costumbre de humillarme para sobresalir, y es lo que hizo en cada grupo que compartimos, como si eso le sumara puntos. Para ser honesto yo nunca me sentí cómodo en su presencia, y creo que a él le pasa lo mismo conmigo. En la última reunión eso se hizo evidente. ¿Y por qué sigo viendo a personas que me incomodan? ¿Por costumbre? ¿Por compartir grupos de amigos? Quién sabe… Debe ser por los costos hundidos: vivimos tantas experiencias juntos que a esta altura me cuesta aceptar que la relación no da para más. Igual ya no lo veo tanto. Mejor, porque la nostalgia te hace idealizar todo y a veces recuerdo la infancia como una película de Hollywood, onda “It” o “Stand by me”, esas de los pibes que son todos mejores amigos.

II

Quique siempre fue un cagón pero la hizo bien, muy bien la hizo. Tuvo ventajas y supo aprovecharlas. Al igual que a Javier, a él también lo conocí en primer grado. Era un colegio privado así que éramos todos de clase media acomodada, algunos más acomodada que otros. Quique era de clase media alta: sus viejos, los dos músicos, tocaban en las orquestas del Colón. Por ser hijo único lo consentían mucho, siempre era el primero en tener los juguetes nuevos. Cuando llegaron las computadoras le compraron el último modelo lleno de jueguitos inéditos, por eso todos queríamos ir a su casa. De chiquito lo hicieron estudiar música pero para el dibujo tenía un talento natural. Era muy creativo, y yo lo admiraba. Cuando iba a su casa me divertía mucho, a los dos nos encantaban las series de ciencia ficción y fantasía.

En el secundario nos hicimos fans de “Viaje a las estrellas” y solíamos inventar historias y mitologías donde incluíamos a las autoridades del colegio. Quique me hacía reír más que nadie, por eso lo extraño, porque la última vez que lo vi, en la misma reunión que vi a Javier, lo encontré distante. Era obvio que yo lo incomodaba, que no le agradaba estar cerca de mí. Traté de acercarme, de recuperar esa amistad apelando a los viejos tiempos, al secundario, a los primeros años de la universidad, pero ya era tarde, él me desconocía. No lo culpo, no es fácil ser amigo de un descalibrado como yo, y además habían pasado dos años desde la última vez que habíamos hablado. Y encima con las cosas que escribí en mi Facebook… yo era la peste y lo mejor era mantenerse lejos, por eso me había eliminado. Un poco exagerada su reacción, pero siempre fue el cagón: cuando tenía que elegir entre defender a un amigo y quedar bien con los demás siempre elegía lo segundo. Igual lo extraño. En la reunión supe que lo veía por última vez.

Durante el secundario, al igual que el resto de nosotros, él estaba en la categoría de “nerd inadaptado” lo que hacía ruido con sus planes de integrarse al “populacho”. Por eso en séptimo grado le dijo a los viejos que le regalaran una batería profesional, con platillos y todo, y hasta se hizo colocar un material aislante en un cuarto de su casa para practicar todos los días. Por si nunca te explicaron, te cuento que tocar un instrumento en el secundario significa que tu estatus social tiene altas probabilidad de subir, y ni hablar con el tema de las minas. Las pendejas se mean por cualquier imbécil que pueda tocar dos míseros acordes. Como boludo no era, Quique lo usó para hacerse amigos de los alfas del colegio y así armó una banda de rock, lo que lo ayudó un poco aunque nunca dejaron de bardearlo a sus espaldas. Con las minas no tuvo éxito: si bien tenía buenas ideas y la estrategia de “la bata”, en teoría, funcionaba bien, el tipo igual era medio aparato. En todo caso hay que reconocerle el esfuerzo y la voluntad porque no paró ahí: en la universidad le puso mucha onda.

III

Papo fue siempre gordo, a él lo conozco desde el jardín. Un gordo de mierda que se victimizó toda la vida. En los últimos diez años apenas intercambiamos palabra. Hace poco se casó y por default me invitó a la boda. Me mandó un mensaje diez días antes para decirme que después de la iglesia habría una fiesta en un salón por Belgrano pero que todavía no estaba seguro de si había lugar. Eso lo hizo porque le entró miedo de que yo me enojara si me enteraba de la fiesta y veía que no estaba invitado. Gordo pelotudo, como si me importara. Me dijo que le daba prioridad a la gente con la que había tenido más contacto los últimos años. Qué cara rota, me la pasé llamándolo durante ocho años y él ni bola. Hace tres años me rendí, y justo hace dos él se puso en “modo nostalgia” y con los nueve del grupete ampliado armó un grupo de Whatsapp. Incluso armaba juntadas a las que yo no iba porque estaba fuera del país. Qué cara dura el gordo, ¿justo ahora se acuerda? Como dije: a esa altura a mí me chupaba un huevo. Le dije que me daba lo mismo, que no se hiciera problemas.

Al final alguien se bajó de la fiesta y él me dijo que podía ir. Salvo por la comida, la pasé para el orto, me sentí re incómodo. Cuando me acerqué a saludarlo esperaba revivir viejos sentimientos, pero no pasó nada y sentí tristeza. Encima Quique hacia un evidente esfuerzo por evitarme cada vez que yo le quería hablar, y me hizo sentir como el culo. Por suerte, como al otro día tenía que laburar me fui temprano.

Con las minas él también era bastante aparato, pero en el secundario fue el que tuvo más posibilidades. Era re pajero, pero las minas del curso lo veían como el “gordito caballeroso simpaticón”. Era atento y detallista: se acordaba de los cumpleaños, les regalaba dulces, en fin, esas cosas. No era ningún boludo, un diamante en bruto, le faltó un empujoncito nomás. Apenas empezó la universidad se chapó una mina y después, al poco tiempo, se garchó alguna otra. A partir de ese momento fue bastante putañero, aunque ahora lo niegue como todo buen hijo del Señor; cuando empezó a participar en las actividades de la parroquia se alejó del grupete. Se enojó con todos por alguna boludez que ya ni me acuerdo y, como le encantaba hacerse la víctima, no hubo forma de traerlo de vuelta. Se cerró tanto que incluso la madre se preocupó. Una vez le dije a la vieja que si quería lo llevaba de putas para rehabilitarlo, y ella me dijo que si yo hacía eso ella me daba la plata, una grosa la vieja.

En la última reunión me dijo que nos juntáramos y yo le dije que me llamara cuando quisiera. Yo ya no iba a hacer el esfuerzo, pero si él quería estaba dispuesto a resucitar la amistad. Nunca más lo vi, nunca llamó ni nada.

IV

Y por último yo, el peor de todos, inadaptado, descalibrado. Descalibrado es más preciso: una persona sin tacto ni sentido común, que no sabe medir su comportamiento ante los demás. Y sin embargo, toda la vida fui funcional: tuve muchos amigos, terminé una carrera, hasta llegué a ocupar buenos puestos de trabajo. Hay casos peores.

Hay muchos que confunden el no tener tacto con ser un hijo de puta. Algunos viejos amigos y algunas chicas con las que salí llegaron fácilmente a esa conclusión: no les entraba en la cabeza que haya personas que no puedan adaptarse a algunos preceptos básicos de las dinámicas sociales. Ellas me llamaron psicópata, sin tener idea de lo que el término significa. Ahora esa palabra se usa mucho, está de moda, como “deconstruir”, “nefasto” , “visibilizar” y tantas otras.

Como pasa que hoy en día todos los hombres somos violadores en potencia, cualquier comportamiento te hace un violento, un machirulo, un violador. Qué pelotudez… Un psicópata, por definición, no tiene empatía, y yo sí. Lo que tengo son algunos cables mal conectados: a veces no me doy cuenta de si al otro le molesta o no lo que yo hago.

La mayoría de las ofensas en la historia de la Humanidad no fueron cometidas por hijos de puta sino por personas sin sentido común, pero es más fácil simplificarlo todo y decir: “hijo de puta, psicópata de mierda”.

Una vez llamé a un compañero de trabajo de las once de la noche y se enojó mal. ¿Cómo me llamás a esta hora? Sos un desubicado, me dijo. A mí no me molesta que me llamen a las once, ni siquiera a las tres, de hecho me encanta, y por eso pienso que al otro le va a gustar. Es un ejemplo simple pero ilustrativo. Cuando me doy cuenta del daño, me siento mal y de inmediato pido disculpas. La vida terminó por convertirme en un gran pedidor de disculpas lo que no significa que, en las cosas que dije sobre a Javier, Papo y Quique, no haya algo de verdad, pero me doy cuenta del daño porque ellos se alejaron de mí y me miran con desconfianza, como si yo fuera el loquito del grupo. Ahora estoy un poco más calibrado, aunque ellos no lo saben. Por suerte mis nuevos amigos me conocieron en esta etapa.

Mi problema empezó de chico, cuando me diagnosticaron Déficit de Atención porque estaba de moda decir que los pibes inquietos teníamos eso. Hoy se sabe que esa mierda no existe y que hay mil condiciones agrupadas bajo el famoso ADD, todas con nombres bien pretenciosos.

Como en la primaria no prestaba atención, las maestras recomendaron que repitiera el segundo grado. Eso sí hubiera era sido patético, terrible para cualquier pibe. A veces las maestras de primaria pueden ser muy pelotudas.

Mis viejos tomaron cartas en el asunto y me mandaron a miles de especialistas: médicos, tutores, psico motricisitas. Salvo tomar medicamentos, hice de todo. También me ayudaron a estudiar y crearon un sistema de premios para motivarme, uno que se usa para entrenar perros, y al cabo de un año ya era una luz, un alumno modelo y un chupa medias profesional de las maestras. Todo un logro. Eso sí, me volví un obsesivo del estudio. Estaba tan motivado que, sin darse cuenta, mis viejos me instalaron la idea de que las buenas notas eran un requisito indispensable para recibir afecto, y así me volví  un adicto a la validación externa.

Dice la leyenda (o, en una versión menos épica, mi viejo) que la falta de tacto viene de entonces. Se supone que mientras aprendía la parte intelectual descuidé la parte social. Para empeorar las cosas, mi autoestima llegó a ser muy vulnerable y no tardó mucho en hundirse.

Cualquiera podría pensar que yo odio a mis viejos. Nada más alejado de la realidad: sé que hicieron lo que pudieron, que me cagaron la vida pero hicieron lo que pudieron, algo que yo también espero hacer con mis hijos porque para eso y no para otras cosa están los padres.

Con la autoestima hecha un flan me deprimía mucho, en especial porque no tenía amigos. En el aula me sentaba bien adelante, estudiaba todo el tiempo, y a la hora de interactuar era muy tímido. Solo lo tenía a Papo.

Mi amistad con Javier y Quique se consolidó a partir de quinto grado, la primera vez que tuve un verdadero grupo de amigos. Me sentía feliz, pero por miedo de que el grupo se contaminara no quería que entrase nadie más, y era muy celoso de los otros integrantes.

En séptimo grado, en el viaje de egresados, un pibe quiso quedarse con nosotros en la habitación del hotel. La idea no me entusiasmaba, el chabón era bastante insufrible y no le caía bien a nadie, pero como todos éramos unos cagones ninguno quería decir que no. Al final acordamos hablarle los cuatro al mismo tiempo, pero llegado el momento solo yo le trasmití la negativa mientras Papo, Quique y Javier se hacían bien los boludos.

El pibe fue a otra habitación y me odió para toda la vida. Encima los otros tres garcas quedaron como los buenos y yo como el malo, manga de cagones…

V

El primer día del secundario estaba nervioso, pero tenía muy claro el objetivo: obtener notas altas para complacer a mis viejos. Ganarme a las profesoras era clave, cuando alguna preguntaba ¿Quién puede ir a buscar tal o cual cosa?, yo me ofrecía. Fue así como terminé en lo más bajo de la cadena alimenticia.

El secundario era como la cárcel: si no te hacías respetar te convertías en la puta, por eso era muy importante pertenecer a un grupo poderoso. Por desgracia mi grupo era el de “los fracasados”, y yo era el más vulnerable de todos, pasaron dos meses y ya era el culo del pueblo. Tener un desarrollo sexual tardío no ayudó mucho, la primera paja me la hice al final del primer año. Igual ese no fue el problema, la verdadera cagada fue que todavía razonaba como un niño, y eso te mata en un mundo de adolescentes.

Cuando sufría alguna humillación pública mis amigos se alejaban para no afectar el poco estatus que tenían. Javier a veces se unía al populacho para burlarse de mí, pero Papo y Quique siempre se quedaban callados. Sentían un poco de culpa pero ¿qué iban a hacer? Sabían muy bien que si se contagiaban la fama de puta estarían jodidos por el resto del secundario.

Durante la clase de plástica una chica me preguntó si sabía que significaba masturbarse y respondí que no. Sentí miradas cómplices y luego todos se rieron. Esa misma semana Quique se me acercó en forma sigilosa, a ver, dijo, educación sexual básica: masturbarse es hacerse la paja, y luego se alejó con nerviosismo. Se arriesgó bastante, había avanzado mucho a nivel social y el más mínimo error le hubiera costado todo. No era conveniente estar cerca de mí.

Para ser honesto, merecía el castigo diario porque era un pelotudo: todo el tiempo ostentaba mis gloriosas notas altas. Era muy creído, por eso nadie sentía culpa cuando me jodían. Quizás algunos sentían una pizca de lástima pero nada más.

En los deportes zafaba, me gustaba jugar al futbol, pero con el físico poco desarrollado siempre me hacían mierda sin importar lo habilidoso que fuera. Además no había pegado el estirón y todos me sacaban dos cabezas. No sé a qué genio se le ocurrió mandarme al arco en los partidos contra otros colegios. Como jugábamos en chachas de rugby las pelotas siempre me pasaban por arriba.

En un partido me metieron cinco goles en diez minutos. Temblé de miedo al pensar lo que harían mis compañeros. Por suerte me cambiaron en el entretiempo, y desde afuera rezaba para que nos metieran más goles, el plan era no quedar como el único culpable de la derrota. A los pocos minutos le metieron un gol al nuevo arquero y me alegré tanto que tuve la mala idea de festejarlo en público. La semana siguiente todos los varones de mi curso, sumados a los del segundo año, me agarraron y me cagaron a piñas ante la mirada pasiva de mis amigos. Hijo de puta, ¿así que festejaste el gol, eh?, decían.

Algunas chicas, como Lucía, también me molestaban. Ella me decía frente de todos: que potro que sos, que lindo que sos, me re calentás. Hoy en día eso puede sonar espectacular pero cuando sos chico te sentís humillado. Todavía no sentía deseos sexuales ni nada parecido, al contrario me daba vergüenza, además ella lo hacía para burlarse. Las otras minas no hacían nada, apenas me notaban. Para ellas yo era un bicho raro y como mucho hablan mal de mí a mis espaldas.

Lucía era forra con todo el mundo lo que la enemistó con las hembras alfas del curso. En segundo año por decreto unánime fue condenada a la muerte cívica. Si vos creés que los hombres son crueles con los especímenes más débiles no tenés idea de cómo son las mujeres, son mil veces peor. Entre ellas se arrancan los ojos pero nunca van de frente. Y si de hombres se trata, sacan lo peor: hasta las mejores amigas se traicionan por un chabón, no tienen códigos.

Cuando Lucia faltó por la gripe las otras aprovecharon y tuvo lugar el infame juicio público. Todos se turnaron para bardearla sin piedad. Había que aprovechar porque de frente nadie le iba a decir nada. A mí me dio lástima porque, para ese entonces, ella ya no era tan hija de puta, había cambiado mucho después de un año y se había dado cuenta de las actitudes de mierda que solía tener.

Pero en el secundario rige el “hazte fama y échate a dormir”, una sentencia irrevocable. Yo había notado sus cambios y por eso la defendí ¿Qué podían hacerme? Más bajo no podía caer. Además a mí me habían hecho lo mismo el año anterior y sabía lo horrible que era pasar por esa experiencia.

Papo, Quique y, sobre todo Javier, se unieron al bardo, era una oportunidad de oro para congraciarse con las hembras alfas. A partir de esa semana Lucia se sentó cerca del pizarrón con nosotros cuatro, lo que sólo podía significar una cosa: exilio. A la hora de trabajar en grupo también se nos unía, no tenía opción, era un zombi.

Javier y los otros siempre le mostraban desprecio para sumar puntos con la plebe, hasta intentaron hacerla quedar mal cuando hicimos un trabajo práctico. Por supuesto, una vez más, quisieron echarme la culpa pero esta vez no les funcionó porque hablé con ella y le conté lo que los soretes de mis amigos tramaban. También le dije que no estaba enojado por lo que me había hecho el año anterior. Ella sonrió y me dio un beso en la mejilla. El siguiente año se fue del colegio, había quedado sola y era mejor empezar de cero.

Por el contrario yo sí tenía amigos, por eso me quedé, mejor ser parte de un grupo de inadaptados que estar solo. El que dijo la frase: “mejor solo que mal acompañado” no sabe lo que es la soledad. Cuando sos parte de algo, cuando compartís códigos y chistes internos, te sentís bendecido y te bancás cualquier cosa, incluso ser la puta del pueblo. Es mejor ser el más inteligente de los tontos que el más tonto de los inteligentes.

VI

El primer año fue el peor de todos, el secundario era nuevo y había sólo dos camadas: pueblo chico infierno grande. Con tal de llenar los cupos las autoridades aceptaban a cualquiera, lo que incluía a expulsados de otros colegios. En nuestro curso cayó un barrabrava de Argentinos juniors.

A los barrabravas les va bastante bien con las minas. Al parecer, estos energúmenos cruzados del bocho que no saben lo que es una servilleta cogen como el mejor. Su secreto es simple: no le tienen asco a nada y se agarran lo que nadie tocaría aunque estuviera a punto ser degollado por el ISIS.

Al mismo tiempo, las mujeres sienten una atracción morbosa hacia estos especímenes emparentados con el Homo neanderthalensis y se excitan cuando un flaco actúa como cromañón. En la prehistoria el macho alfa era el tipo que podía cazar mamuts, y si manejaba bien el garrote las hembras lo deseaban.

Estos enfermos por el fútbol no tienen nada que perder porque la mayoría son de clase baja y su vida gira en torno al equipo por el que hinchan. Esto, aunque parezca una desventaja, los hace parecer muy seguros de sí, lo que produce tremenda atracción en el sexo opuesto. El lado racional de las minas niega que se encamarían con el tipo, pero luego las domina el lado emocional. De ahí la célebre frase: “ay nene, nada que ver”. Pero bien que luego se encaman.

Como las chetas están habituadas a hombres estirados y aburridos, cuando alguien rompe con la rutina y se saca un moco en público ellas se re calientan. Este barrabrava mutante sub normal se hizo la paja durante la clase de computación. Uno pensaría que hacer algo así produce algún tipo de condena social, pero no. La minas dijeron: “ay, qué asqueroso”, pero después se mordían los labios al mirarle los abdominales y los bíceps.

A esa edad las chicas son pura hormona, y la atracción se reduce a lo más básico: apariencia física, irreverencia y dominancia frente a otros machos. Suena machista, pero el problema es que la biología es así. Desde luego que este muchacho me hizo la vida imposible, una batalla de lo más desigual entre el macho alfa y el macho omega. Como las autoridades no tenían los huevos para expulsarlo, le pidieron a sus padres que lo enviaran a otro colegio. Por suerte los padres aceptaron.

En segundo año las fiestas nocturnas se hicieron más frecuentes, y los chicos de tercero descubrieron el mecanismo del goce sexual: cada vez que entraba un curso nuevo llegaban chicas que no conocían el chamuyo barato. Las de mi curso ya estaban curtidas, pero igual seguían detrás de los machos de la camada superior.

Cuando aparecía alguna de las virgencitas con la cara llena de lágrimas uno podía deducirlo  todo: el chamuyero de la escuela ya se la había enhebrado. Igual a esos eventos yo no les prestaba mucha atención, apenas hablaba con mis compañeras y nunca iba a las fiestas.

Por entonces yo no terminaba de comprender la dinámica entre hombres y mujeres, pero ahora entiendo por qué las chicas son tan desconfiadas. De chicas aprenden muy rápido a sospechar de las dulces palabras. Los hombres dicen cualquier cosa con tal de serruchárselas, y ellas les creen todo. Para cuando terminan el secundario ya se convirtieron en las típicas pendejas insolentes, y a esa altura ya se las conocen todas: desde el inocente “te amo” hasta el cínico “solo te meto la puntita”.

Lo peor viene cuando cumplen veinticinco, porque es ahí cuando el cinismo irreverente se vuelve amargo y se juntan en los bares para repetir una y otra vez las célebres frases: “son todos iguales” y “sólo quieren una cosa”, y ya no con un tono juguetón sino con verdadero rencor. Es por eso que el discurso del odio a los hombres del feminismo ha reclutado a tantas mujeres. Tengo que admitir que fue una movida de marketing muy astuta: el rencor vende, ya sea que lo usen para encajarte helado o una idea política.

A los hombres les pasa algo parecido, porque la mayoría termina el secundario sin ponerla y cuando llegan a la facultad tienen que enfrentarse a un nivel de dificultad altísimo. Los pocos dueños del chamuyo ya se las agarraron a todas, y el resto de la muchachada tiene que pagar por un crimen que no cometió. Cada uno afronta el lúgubre escenario como puede. En la actualidad también hay movimientos que se alimentan de la frustración y el rencor de los hombres.

En segundo año yo me la pasaba estudiando, jugando al truco y mirando películas. Si bien los de arriba me seguían torturando, con mi grupo de amigos yo era feliz. Sin embargo hubo un evento que me afectó: uno de los machos alfa de tercer año, que me tenía cierto rencor, decidió llevar a cabo un plan para joderme. Esta vez no trató de humillarme sino que hizo algo peor: organizó una fiesta y le dijo a todo el mundo que no me avisara. El objetivo era que yo aceptara mi condición de paria.

Por accidente me enteré de que irían Papo, Javier y Quique, y entonces usé la ocasión para probar su lealtad. De Javier no esperaba mucho, siempre había actuado como un imbécil y volvería a hacerlo, pero de Papo y Quique esperaba más. Llamé a los dos para preguntarles qué harían el sábado a la noche y, para mi sorpresa, ambos mintieron, lo que me puso triste.

Con el tiempo se me pasó, pero en el momento me jodió mucho. No me importaba la fiesta, y es más, si me hubieran invitado no hubiese ido. Lo que me dolió fue descubrir lo poco solido que era mi grupo de amigos. Me encantaba juntarme con ellos y hablar de boludeces, eso era invaluable, pero saber que existían esas grietas me dolía. Al final acepté las cosas como eran y decidí ver el vaso medio lleno: al menos tenía con quienes compartir afinidades e intereses.

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