Tumba de Zelda y Scott en Rockville, Maryland (Fuente).

Hay una famosa frase que reza que «detrás de todo gran hombre hay una gran mujer». Vista con ojos actuales no deja de ser machista e injusta. ¿Por qué el hombre es el que destaca en ella y la mujer está en un segundo plano? ¿Por qué detrás y no al lado? ¿Por qué se instrumentaliza a la mujer para convertirla en una herramienta del éxito del hombre? Sin embargo, si la analizamos desde un punto de vista histórico, responde a una realidad que desgraciadamente ha sido machista e injusta para las mujeres.

Muchos han sido los casos a lo largo de la historia de hombres que han triunfado porque tenían detrás una mujer apoyándolos, ahorrándoles los trabajos más penosos o incluso haciendo gran parte de lo que los llevó a triunfar. Los escritores, cómo no, no han sido una excepción a esa norma, y no han sido pocos los que han confiado en esposas, hermanas o hijas como ayuda en la creación de sus obras. A veces, por desgracia, encajan en el perfil del hombre carismático, famoso y egocéntrico que se lleva todo el reconocimiento mientras la mujer que está a su lado hace de ratón esclavizado.

Familia Joyce en Paris en 1924: James Joyce, Giorgio Joyce, Nora Barnacle, Lucia Joyce (Fuente).

A menudo los autores simplemente han necesitado una vida despreocupada de obligaciones para poder dedicarse de lleno a la escritura. En esos casos, el trabajo de las esposas ha consistido en despejar el camino lo máximo posible para que el escritor pudiera entregarse por completo a su obra, sin ser molestado por distracciones mundanas. Es lo que ocurrió con Jessie Conrad, esposa de Joseph Conrad, y también pasó con Nora Joyce, la mujer de James Joyce. Según cuenta Jeffrey Meyers en su ensayo Married to genius, ambas proporcionaron una especie de estabilidad para unos maridos excesivamente nerviosos. Conrad, por cierto, utilizó además algunas de las ideas de su hermana Alice para elaborar sus propias historias.

Sin embargo, no todas la esposas asumieron un rol pasivo: Jane Carlyle, pareja de Thomas Carlyle, tenía alma de intelectual y se vio obligada a asumir un papel de guardián de su marido, algo que hizo que se sintiera cada vez más amargada y resentida. Nabokov es otro ejemplo, probablemente uno de los más ilustres, de este tipo. Su esposa, Vera, era su mecanógrafa, su correctora de pruebas, su editora, su agente, su directora comercial, su chófer, compartían un diario e, incluso, le cortaba la comida. Todo, menos su compañera de cama, según el biógrafo de Nabokov, Brian Boyd. Se rumoreaba que incluso llevaba una pistola en su bolso para proteger a su marido. Y también corrieron rumores de que Vera era la escritora de la relación, porque era ella quien usaba la máquina de escribir, mientras que Vladimir escribía en todas partes excepto en su escritorio: en la cama, en el baño o en el asiento trasero de su coche, por supuesto, conducido por Vera. También se le atribuye a menudo el mérito de ser la verdadera razón por la que se publicó Lolita, ya que en repetidas ocasiones impidió que el manuscrito terminara en la basura.

Vladimir y Vera Nabokov en 1969 (Fuente).

Retrato de boda de Zenobia y Juan Ramón Jiménez (Fuente).

Wordsworth es otro caso bien conocido. El autor confió en su hermana, en su esposa y en su cuñada para escribir sus manuscritos. Hay quien defiende que su hermana Dorothy hizo mucho más que simplemente ayudarle con la redacción de los manuscritos y que participó de forma directa en ellos. Se sabe que Wordsworth leyó el diario de su hermana Dorothy y lo usó como base para parte de su propia poesía. Si miramos de puertas para adentro, es imposible no mencionar a Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Esta última se dedicó a la obra de su marido y lo convirtió, voluntariamente, en su vocación vital en lugar de crear la suya propia. Sin embargo, el Diario de Juventud de Zenobia, rescatado por la Fundación Lara y el Centro de Estudios Andaluces, revelan a una autora que podría haberse labrado una carrera si se hubiera volcado en ello.

A los pocos años de casarse, León Tolstoi atravesó por una mala situación. Dejó de escribir y de ganar dinero. Entonces su esposa, Sofia, cogió el toro por los cuernos: pidió dinero a su madre y abrió su propiaeditorial para vender los libros de su marido. Para averiguar la mejor manera de hacerlo, viajó a San Petersburgo y se encontró con Anna Dostoyevski. Resulta que durante los últimos catorce años, Anna había hecho el mismo trabajo que Sofia planeaba hacer, editando los escritos de Fiódor, corrigiendo pruebas, dándole publicidad a sus obras, peleándose con los censores y mucho más. Podría decirse que conoceríamos el trabajo del autor como lo conocemos hoy si no fuera por ella. Lo mismo podría decirse de Sophia. Mientras daba a luz a trece hijos, de los cuales sobrevivieron ocho, convirtió los manuscritos ilegibles de Leo en copias publicables. Copió hasta siete veces el borrador final de Guerra y paz de tres mil páginas ‒una obra, por cierto, inspirada en los diarios de ella‒, repasando su ortografía y su gramática y editando gran parte de la trama. Las historias románticas se las debemos en gran medida a ella más que a Leo, y también es su influencia la que impidió que el libro tuviera más detalles sobre las estrategias militares.

Leon Tolstoy and Sofia Tolstaya in 1910 (Fuente).

Ahora bien, el ejemplo más extremo de este tipo de situaciones es sin duda el de Henry Gauthier-Villars, un crítico francés muy famoso a principios del siglo XX. Su obra más famosa fue probablemente la serie Claudine, que publicó bajo el seudónimo Willy. En realidad esos textos habían sido escritos por su joven esposa, Sidonie-Gabrielle Colette, a quien Gauthier-Villars encerró en una habitación hasta que no hubo escrito un número mínimo de páginas. Es comprensible que en esta situación Sidonie-Gabrielle decidiera divorciarse de su marido y se convirtiera en una autora célebre por derecho propio, con libros que publicó firmando con su apellido, Colette. En el extremo opuesto tenemos a John Stuart Mill, que le dio a su mujer más reconocimiento del que probablemente tenía, probablemente estaba muy agradecido por haber encontrado a una mujer que se hubiera enamorado de él.


Otros autores utilizaron sus matrimonios ‒y generalmente los problemas que tenían en ellos‒ como inspiración literaria directa. Ejemplos de ello son F. Scott Fitzgerald, D.H. Lawrence o Ted Hughes. En el caso de este último, incluso hay quien ha sugerido que Sylvia Plath tuvo un papel secreto, aunque crucial, en la escritura de los poemas de su marido, aunque esta no pasa de ser una teoría no confirmada. Scott Fitzgerald, por otra parte, prohibió a su esposa Zelda aceptar una oferta para publicar manuscritos de su diario, porque quería usarlos en sus propias historias.

Virginia y Leonard Woolf, el 23 de julio de 1912 (Fuente).

En ocasiones, también, son los maridos quienes ayudan a sus esposas escritoras. A Leonard Woolf se le atribuye el mérito de haber creado una atmósfera suficientemente reconfortante en la que su esposa Virginia podría encontrar suficiente consuelo para escribir. Virginia experimentó cambios de humor periódicos que pasaron de una depresión severa a una excitación maníaca e incluyeron episodios psicóticos, y a lo largo de su largo matrimonio, Leonard la cuidó durante varios de esos episodios fuertes de depresión e incluso de intentos devsuicidio. G.H. Lewes también solía ir a buscar libros para su esposa, George Eliot, de las bibliotecas, ya que temía que se burlaran de ellos debido a que su matrimonio no era legítimo. Aunque no se deben dejar de lado los arreglos menos convencionales. Gertrude Stein, por ejemplo, le debía mucho a su amante, Alice B Toklas, aunque de una forma muy diferente a las mencionadas anteriormente, escribiendo la biografía de su pareja.

La verdad es que una gran parte del trabajo que supuestamente se debe a autores masculinos, como la corrección de pruebas, la edición, la copia o incluso la publicación, ha dependido en gran medida de mujeres. Se podría decir que sin ellas en sus vidas, no habrían sido ni la mitad de prolíficos. Por suerte, desde un tiempo a esta parte se ha comenzado a reconocer que el canon occidental se basa en el trabajo, en gran medida no remunerado, de las mujeres, y por ese motivo se les está comenzando a dar la relevancia que merecen, más allá de ser las mujeres, hermanas o hijas de tal o cual hombre. Solo hay que mirar el episodio que tuvo lugar en 2016 cuando la editorial Drácena lanzó un libro sobre Elena Garro en cuya faja decía «Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admiradora de Borges», minimizando así su validez como escritora y valorándola únicamente en función a los hombres que la rodearon. Se produjo tal revuelo en redes sociales que la editorial solicitó a sus distribuidores la retirada del libro.

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