«¡El mar lo es todo! Cubre siete décimas partes del globo terrestre. Su aliento es puro y saludable. Es un inmenso desierto donde el hombre nunca esta solo, pues siente la vida por todos lados. El mar es el vehículo de una sobrenatural y prodigiosa existencia; es el infinito viviente», afirma el Capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. Efectivamente, el mar es símbolo de vida. Venus naciente en el cuadro de Botticelli. Pero a lo largo de la historia de la humanidad el significado con que se ha cargado es ambivalente, como recuerda Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos. Para el crítico, es un elemento de transición y de mediación entre la tierra y el cielo y, por extensión, entre la vida y la muerte.
Las gentes del mar bien lo saben. Desde tiempos ancestrales se han estado echando a esas descomunales masas de agua para buscar algo que llevarse a la boca, conscientes de que en océanos y mares la vida es algo prestado, un regalo que depende por completo del beneplácito de la naturaleza o, si se quiere, de los dioses. Si Poseidón entra en cólera tal vez nunca regresen al hogar que los vio nacer. El mar es, al cabo, una fuerza indomable al que, como bien dice el dicho popular, no es posible ponerle diques.
Otra visión de esa contradictoria condición la ofrece Esther Ginés en su última novela Mares sin dueño. A sus dos protagonistas, Elisa y Kylian, les une la fascinación por el agua y, de hecho, es en ese elemento precisamente donde acaban por entregarse el uno al otro en una de esas pasiones que te hacen ir al fin del mundo en busca de la persona amada. Del mismo modo en que Orfeo bajó a los infiernos en busca de Eurídice, Elisa sigue a Kylian hasta el fin del mundo, o lo que es lo mismo, una remota isla escocesa. De esta forma se contraponen las dos naturalezas del mar, la benéfica y la colérica, con un contraste clásico, el de la oposición entre norte y sur. Elisa proviene del sur, de la isla de Sal, en Cabo Verde, donde un mar cristalino de aguas cálidas lame playas de arena blanca, y viaja hasta las islas Orcadas, al norte de Escocia, donde el mar es una fuerza salvaje e indómita, que pone en juego tu vida a cada momento.
Como Orfeo descendió a los infiernos para rescatar a Eurídice, Elisa hace su particular descenso a los infiernos, en muchos sentidos. Mares sin dueño se sitúa en atávica tradición de literatura de viajes, una tradición tan antigua como la literatura misma, desde que Gilgamesh emprendiera su viaje en busca de la inmortalidad y volviera de él siendo más sabio. «Todo viaje transforma y modifica, hiere y cauteriza a la vez», dice Esther Ginés en algún momento, nos hace más sabios, en definitiva. A través de ese indoblegable mar, Elisa viaja al que podría ser uno de los lugares más alejados, inaccesibles y solitarios del planeta, para salvar a Kylian de la perdición. En palabras de la novelista, «el lugar indomable. Alejado de todo, tierra de animales y no hombres, territorio de naufragio y llantos». Un territorio en el que, por mediación de la literatura, la realidad se tiñe de leyenda, en el que existen seres fabulosos como los que Ulises se encontró en su ardua travesía.
Un viaje que, como no podía ser de otra forma, no es solo físico, sino también interior, hacia el pasado, con la intención de cauterizar esas heridas que todos, de forma inevitable, vivimos arrastrando. La novela nos enseña la importancia de pasar página, de cerrar capítulos con sus correspondientes duelos y seguir adelante sin volver la vista atrás. Como escribió Henry Miller, el destino no es un lugar sino «una nueva forma de ver las cosas».
Como ocurría en su novela anterior, En la noche de los cuerpos, Mares sin dueño es una historia reflexiva y pausada, introspectiva e intimista, que hace un cuidado uso del lenguaje, de la palabra exacta, con la que se consigue trasladar al lector cada emoción. El relato está en primera persona, narrado desde el punto de vista de Elisa, por lo que nos situamos en su interior y avanzamos con ella, conociendo sus miedos e inquietudes, sus esperanzas y alegrías. También hay una abundante simbología y constantes referencias al arte y a la literatura ‒hay que destacar, sobre todo, las alusiones a la Odisea, al Drácula de Bram Stoker y al cuadro El caminante sobre el mar de nubes de Caspar David Friedrich‒. Todo ello hacen de esta novela una lectura exquisita. Nunca la cita de Emily Dickinson, aquella que dice que «no hay mejor barco que un libro para llevarnos a tierras lejanas», tuvo tanto sentido. Leer Mares sin dueño es como comprar un pasaje de barco y emprender un viaje del que seguro que volveremos más sabios y lúcidos, engrandecidos por la magia de la literatura.
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