Las utopías tecnológicas tienen su historia. En líneas generales, estas construcciones ideológicas parten de adjudicarle a la tecnología una absoluta neutralidad política, para luego dotarlas de una capacidad mágica para transformar la vida humana, con prescindencia de las relaciones sociales en las que se insertan. En lo que sigue, repasaremos algunas de las más significativas.

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En agosto de 1794, la Francia revolucionaria inaugura el telégrafo óptico de Claude Chappe. Mediante señales luminosas que se retransmitirían a lo largo de una línea de torres, la Revolución irradiaría su mensaje y se mantendría en guardia contra sus enemigos. La concordia entre los pueblos llegaba de la mano de una tecnología de la comunicación. Sin embargo, los códigos se mantienen secretos y sólo las autoridades políticas y militares pueden servirse de ellos. Los ciudadanos tienen prohibido comunicarse con la creación de Chappe. La información estatal queda resguardada de cualquier intromisión popular.

Con Claude Henri de Saint-Simon aparecen las utopías vinculadas al industrialismo. Para los saintsimonianos, la Revolución Francesa dejó tras de sí una camada de filósofos y literatos por completo inútiles para la sociedad. Sólo aquellos que produzcan desarrollos tecnológicos aplicados a la industria podrían hacer realmente felices a los ciudadanos de una nación. Se pronuncian entonces por una alianza entre industriales y técnicos, de la cual saldrá el mejor gobierno posible. El papel central en la dirección de la sociedad debe confiarse a los tecnócratas.

El arquetipo fundamental del saintsimonismo es la red, que puede interconectar los centros medulares del industrialismo. El artefacto privilegiado es el ferrocarril, capaz de llevar el progreso a grandes distancias, e inaugurar así una era de fraternidad universal. Pero la sociedad en la que piensan los saintsimonianos es una enteramente movilizada para la producción industrial. Encontrarán un campo para experimentar en Egipto, en donde levantarán colosales obras de infraestructura llevarán al endeudamiento del país y su posterior ocupación por los británicos.

A comienzos de los años sesenta del siglo XX, Marshall Mc.Luhan consagra el determinismo tecnológico. Según su perspectiva, son las tecnologías de la comunicación las que, a lo largo de la historia, han dado forma a las civilizaciones. Mc.Luhan divide la historia de la humanidad en tres edades: la tribal, caracterizada por la comunicación oral que permitía el pensamiento mágico; la racionalista, definida por la comunicación escrita que hace posible el pensamiento abstracto; y la neotribal, marcada por la comunicación electrónica que habilita un entendimiento planetario.

En la misma década, en el marco del apogeo de los estudios sociales de previsión del futuro, cobra forma la utopía de la sociedad pos-industrial. Uno de sus pregoneros es el estadounidense Daniel Bell. La sociedad en la que piensan Bell y sus seguidores, que tiene más de imaginación que de previsión, se sustenta en la aplicación de tecnologías para la toma de decisiones sociales, máxima planificación social, transición de una economía de bienes a una de servicios, énfasis en el gerenciamiento, preeminencia de los científicos y técnicos, innovación permanente en la producción tecnológica y elevada calificación de los empleos. En esta utopía de planificación, gerenciamiento y tecnologías, los protestatarios habrían de desaparecer, ya que cualquier discurso crítico sería invalidado por un bienestar hedonista universal. El confort, la seguridad y la previsión eliminarían cualquier contingencia, por lo que la lucha de clases del marxismo podría declararse perimida.

Poco después, Alvin Tofler, quien se reivindicaría “futurólogo”, postularía que era necesario preparar a los ciudadanos para el shock que sobrevendría en el futuro. Este analista social prevé un escenario futuro de fragmentación de la sociedad industrial, desmasificación de los consumos y las audiencias de medios, y distribución de información personalizada. Ciudades densamente cableadas por redes de comunicación permitirían a cada ciudadano monitorear permanentemente la actividad gubernamental y tomar decisiones sobre las cuestiones públicas, inaugurando así una democracia interactiva. Los estados nacionales son severamente juzgados como peligrosos anacronismos que habrían de extinguirse progresivamente. Misma suerte habría de correr la polaridad entre ricos y pobres, reemplazada por otra en donde los modernos estarían en un extremo y los arcaicos en otro. Pero conforme las democracias occidentales empezaron a registrar sensibles descensos en los índices de participación electoral, la utopía tofleriana comenzó a evaporarse.

Por la misma época hizo su aparición la utopía de la era tecnotrónica, de la mano de Zbignew Brzezinski, quien luego se convertiría en consejero del presidente estadounidense James Carter. Emparentada con las formulaciones de Daniel Bell, la era tecnotrónica se presupone destinada a unificar la gobernanza del planeta. Una red mundial de soporte informático permitiría a las élites compartir un lenguaje común. La ciencia y la tecnología crearían una sociedad mundial, y la universidad permitiría la igualación de todos los sujetos en conocimientos que, según Brzezinski, estarían profundamente ligados a la vida. Una vez más, se presupone que los enfrentamientos de clase habrían de extinguirse.

Estas fabulosas utopías del capitalismo pos-industrial fueron evaporándose, aunque más lentamente de lo que podría suponerse. Lejos de producir un mundo más uniformizado y más igualitario, el advenimiento del neoliberalismo hizo que las segmentaciones y las diferencias de clase se hicieran mucho más pronunciadas. El malestar social no se atenuó sino que se incrementó, al ritmo del crecimiento de las desigualdades. Los desarrollos tecnológicos se orientaron al ahorro de mano de obra y al disciplinamiento de los trabajadores antes que a fomentar la cooperación y el entendimiento universales. Las universidades, lejos de convertirse en templos del saber y la democracia, tomaron un rumbo crecientemente corporativo. Los países centrales se mostraron reticentes a compartir el conocimiento científico, algo que el informe Mc. Bride sobre las comunicaciones internacionales supo denunciar hacia fines de la década del ´70 del siglo XX.

Parte de esas utopías tecnológicas desarrolladas en los países centrales se irradiaron a los periféricos, a los que en muchos casos llegaron casi como grotescos. En la Argentina tuvieron una extravagante actualización cuando, en 1996, el entonces presidente Carlos Menem afirmó que construiría una lanzadera de naves espaciales que se remontarían a la estratósfera y desde allí podrían llegar a Japón en una y media horas. Con su exabrupto, Menem logró demostrar que la fascinación tecnológica podía arraigar en pueblos que no habían experimentado la opulencia de aquellos en los que se formulaba dicha fascinación. O también, para decirlo de otra manera, que la globalización permitía importar no sólo paraguas del sudeste asiático, sino también utopías tecnológicas.

Más cerca en el tiempo, la pandemia del CoVid 19 desnudó la contracara de las promesas de la educación mediatizada por ordenadores: docentes estresados, conectividad con problemas, padres desorientados, estudiantes sin recursos suficientes, hogares carentes de equipamiento tecnológico adecuado, entre otros traspiés. La virtualidad, en definitiva, no logró reemplazar la presencialidad.

Si las utopías tecnológicas siempre parecen reponerse en los imaginarios sociales, la lectura de la historia debería servirnos para matizar sus encantamientos.

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