Navío de línea Montañes (Fuente).

Como en muchos otros desarrollos técnicos, fueron también los chinos quienes tomaron la delantera en la construcción de barcos armados con cañones. Hacia mediados del siglo XIV las naves orientales ya disponían de piezas de artillería. No obstante, la ligereza constructiva de los juncos, óptima para la velocidad y la maniobrabilidad, les impedía llevar cañones muy pesados.

En el siglo XV la navegación que practicaban los europeos descansaba todavía en las artes marítimas medievales. La cristiandad se esforzaba por copiar las técnicas de navegación empleadas por los otomanos, cuya notoria superioridad estaba fuera de discusión. El Mediterráneo estaba en manos de las naves del islam.

Por entonces, los barcos de guerra más comunes eran las galeras, largas embarcaciones que utilizaban remos y velas para su propulsión. La introducción de la artillería hizo necesario su rediseño. El espolón, arma que provenía de los trirremes griegos, cartagineses y romanos, fue reemplazado por una plataforma destinada a amurar los cañones. Hacia la década de 1530, las balas de hierro sustituyeron a las de piedra. La variedad de piezas de artillería, no obstante, persistió: culebrinas, falconetes y pedreros podían convivir en estas naves.

A partir de 1540 las galeras crecieron en tamaño, al tiempo que sumaron remeros y armas. Aunque el costo del mantenimiento de las escuadras de galeras aumentó drásticamente, las monarquías del siglo XVI continuaron construyéndolas. De hecho, los reyes consideraban que sus flotas eran parte de la ostentación de poder que toda monarquía absoluta debía realizar. La flota de Felipe II de España era considerada uno de los mejores símbolos del poderío español de la época.

Pero hacia 1600 las galeras comenzaron a pasar al olvido. Por un lado, sus enormes tripulaciones hacían necesario cargar provisiones frecuentemente, reduciendo el alcance operativo de las naves. Por otro, no había puertos capaces de albergarlas.

Los galeones, naves también típicas del siglo XVI, tuvieron más perdurabilidad. Se trataba de embarcaciones sólidas, fuertemente armadas, de gran capacidad de transporte, y amplia autonomía de navegación. Los galeones estaban construidos como una conjunción de naves mercantes y de guerra. A partir de ellos, se generalizó el alojamiento de la artillería en cubiertas, dotadas de portas que se abrían hacia los flancos. La principal debilidad de estos barcos era su lentitud.

Una vez más, fue España quien construyó las mayores flotas de galeones. El imperio de los Habsburgo los necesitaba para transportar los metales preciosos que saqueaba del continente americano. Los galeones de la plata españoles zarpaban de Cartagena de Indias, Maracaibo o Veracruz y se reunían en La Habana, donde formaban largos convoyes para enfrentar el cruce del océano Atlántico, rumbo a España. Piratas franceses y holandeses, y más adelante también ingleses, los aguardaban a bordo de barcos veloces para intentar quedarse con todo o parte del botín.

Las tácticas de guerra de esta época se basaban principalmente en el abordaje y la captura del navío enemigo. En consecuencia, los cañones disparaban a la arboladura del adversario, mientras la infantería se parapetaba en los castillos de proa y popa, a la espera del momento propicio para saltar a la cubierta enemiga. De allí que los barcos se construyeran con elevados castillos y llevaran una nutrida infantería de marina. De modo consecuente, el abordaje se evitaba haciendo fuego al enemigo desde lejos, una táctica que también venía de los chinos de la Antigüedad.

A partir de la derrota de la Armada Invencible de España a manos de los ingleses, en 1588, la guerra en el mar sufrió importantes cambios. Se desarrollaron sistemas constructivos de dobles cuadernas y dobles armazones, lo que permitió contar con estructuras más sólidas y flancos más robustos. A partir de ellas, pudieron construirse naves más grandes y de mayor tonelaje. El aparejo se estandarizó y se amplió con nuevas velas. Finalmente, hacia finales del siglo XVII el timón de rueda suplantó al de barra, lo cual facilitó las maniobras. Dotados de esta sólida base, las naves podían llevar una enjarciadura más nutrida de velas, disponer de bodegas más espaciosas y montar más artillería.

La segunda transformación importante del siglo XVII consistió en la adopción de la línea de batalla como estrategia de combate. La misma consistía en disponer los barcos de la escuadra formando una larga línea, que en ocasiones se extendía por varios kilómetros. Las órdenes se transmitían desde el buque insignia mediante un engorroso sistema de señales con banderas, que se tornaba casi impracticable durante las batallas por el humo de la pólvora. Los cambios en la dirección y la intensidad del viento obligaban a complicadas maniobras para conservar la formación.

Estos cambios permitieron que, hacia mediados del siglo XVII surgiera el navío de línea. El Sovereign of the seas inglés, botado en 1637, que medía 39 metros de eslora y llevaba 104 cañones, es considerado uno de los primeros de este tipo. Los navíos de línea eran autenticas murallas de madera flotantes, erizadas de armas y casi impenetrables a los cañonazos enemigos. Potentes, aunque de maniobra lenta, estaban diseñados para lanzar una gran cantidad de hierro contra el enemigo con el objeto de causarle el mayor daño posible en cada andanada. Los enfrentamientos marinos se convirtieron entonces en duelos artilleros en los que se pretendía que el cañoneo hiciera volar astillas por todas partes en el barco adversario, para causar así la mayor cantidad de heridas posibles a sus tripulantes. En ocasiones, los combates podían durar días sin que hubiese un claro vencedor. De este modo, las condiciones de la guerra en el mar se volvieron aún más horrorosas de lo que ya eran, por lo que los motines se hicieron habituales.

Durante la segunda mitad del siglo XVII, ingleses y holandeses emplearon los navíos de línea para luchar por el control de la navegación y el comercio en el mar del Norte. En el siglo XVIII, fueron Inglaterra, Francia y España quienes construyeron las mayores flotas. Los constructores marítimos franceses, que resultaron ser los más aventajados, botaron en 1719 el primer bajel de dos cubiertas y 74 piezas de artillería con el cual inauguraron la clase más típica de navíos de línea del siglo XVIII: el “74”. Los hubo sin embargo más grandes, como el gigantesco Santísima Trinidad español, que llevaba 132 cañones.

Junto con los navíos de línea se construyeron también barcos menores. De entre ellos conviene destacar a las fragatas, que tenían un diseño similar al navío de línea pero sólo llevaban una cubierta de cañones, por lo que montaban entre 24 y 36 piezas de artillería. Eran naves veloces y ágiles, y se las empleaba para la escolta, la patrulla y la guerra de corso.

El momento cumbre de la historia de los navíos de línea fue la batalla de Trafalgar, librada en octubre de 1805. Allí la escuadra inglesa, dividida en dos columnas, derrotó a la combinada franco-española mediante una maniobra de ruptura de la línea, que aisló a la vanguardia aliada del resto de su flota. Trafalgar consagró el predominio de la marina británica en los mares del mundo hasta la Segunda Guerra Mundial.

Cuando la navegación pasó de la madera y las velas al hierro y a la máquina de vapor, durante la primera mitad del siglo XIX, la suerte de los magníficos navíos de línea quedó sellada. Con ellos acabó toda una era en la historia de la guerra naval. En la actualidad, el Victory que combatió en Trafalgar se conserva como barco-museo en Portsmouth, en Gran Bretaña.

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