
Dibujo de Pablo Velar
Abro los ojos y la veo tiesa, la piel con una tonalidad grisácea. Es la primera vez que veo un cadáver. Es una cama grande pero igual la tengo cerca y el hedor me da náuseas. Quisiera levantarme y salir corriendo, pero mi cuerpo no reacciona.
Pasan unos segundos, tal vez minutos, hasta que ya puedo mover los dedos de mis manos y recuperar el control. Me incorporo y miro el caos: botellas vacías, ropa desparramada, libros abiertos.
¿Dónde estoy? ¿Quién es ella? Tengo la memoria fragmentada, a duras penas recuerdo quién soy. Intento avanzar, pero el mareo hace que me tambalee. Me siento cansado, aunque tengo la sensación de haber dormido durante días. Un destello en mi memoria: ingerí algo, una sustancia blanca y viscosa que me mantuvo despierto días enteros en los que sentí euforia. Eso creo, difícil estar seguro. Por el momento sólo tengo sensaciones.
Hago un esfuerzo por recordar, pero las imágenes se pierden en un abismo y no puedo dejar de pensar en la mujer con un agujero en el pecho y en la sangre seca esparcida en la cama. ¿Qué hago acá? ¿Dónde estoy? ¿Yo hice esto? ¿La maté? ¿Sería capaz? No, imposible. Pero si no fui yo, ¿quién?
Hago un paneo de la habitación y no la reconozco. De pronto las náuseas se intensifican y los ácidos estomacales suben por mi garganta. Siento un ardor desesperante pero trato de respirar con calma, hasta que al ver el arma sobre la mesa se acaba la tranquilidad. ¿Es una nueve milímetros? ¿Qué sé yo de armas?
La respiración se acelera y el corazón bombea frenético, va a explotar, el latido retumba, no lo soporto. Vomito con violencia sobre la alfombra gris. Siento la suavidad del suelo con las palmas de las manos mientras un líquido negro sale de mi boca. Las arcadas continúan por unos segundos hasta que ya no me queda nada por expulsar.
Tengo que salir de acá, ¿qué tal si alguien entra? ¿y si alguien llamó a la policía? Siento como si tuviera vidrios en las venas de mi cerebro. ¿Qué día es hoy? Ni eso sé, pero me angustia el miedo a ser atrapado. Trato de calmarme, de racionalizar la situación. Quizás nadie escuchó nada. La mujer lleva un tiempo muerta, y la pistola tiene silenciador.
¿Habré sido yo? Pero, ¿por qué? Me cuesta considerarme un asesino. Tiene que haber otra explicación. Seguro que la encontré así y me desmayé, quién sabe. Igual no importa: culpable o inocente, tengo que salir de acá. Aunque no sea un asesino, la policía va a pensar que sí y yo no soy un hombre poderoso, sin abogados importantes a mi disposición, terminaría en una cárcel común. Encima es joven y atractiva. Y rica, porque el departamento es enorme y moderno, lo que empeora las cosas. Estoy jodido: si me agarran seguro que me dan treinta años. Los medios hablarán de un asesino despiadado, de un misógino repugnante, de un feminicida. Con tal de vender, dirán lo que sea. Si fuera una villera a nadie le importaría pero no, tenía que ser una “cheta”. Algunas vidas importan más que otras, y cuando alguien asesina a una persona valiosa el monstruo tiene que pagar para que la gilada pueda saciar así su sed de sangre.
Hace tiempo un amigo abogado me dijo que si alguna vez tenía que deshacerme de un cadáver lo llevara a la entrada de una villa. En esos lugares matan gente todo el tiempo, a nadie le importaría una más, y en el peor de los casos inventarán algún culpable, agarrarán a algún pobre diablo y listo. La policía vive de castigar a los que menos tienen y de llenarse de guita gracias a la corrupción. Alguien debería matarlos a todos. Es una locura. Igual, no tengo auto y además no se manejar.
Siento tensión en todo el cuerpo. Mis puños se cierran y aprieto los labios. La bronca dilata mis pupilas. Reviso el departamento en busca de alguna pertenencia que pueda llegar a incriminarme, pero no encuentro nada. En mi bolsillo tengo todo: billetera, celular, llaves. Mis huellas estarán en todos lados, pero nada puedo hacer. No hay tiempo de limpiar. ¿Alguien me habrá visto entrar al departamento? Espero que no. Hay que ser optimistas. Ahora nadie tiene que verme salir.
Me asomo por la ventana y por suerte es un piso bajo. Puedo saltar y salir por el patio. ¿Y qué tal si alguien me persigue? ¿Qué tal si hay personas esperando que salga? ¿Qué me pasa…?
Lleno de sudor e impulsado por el miedo, vuelvo a la habitación y tomo el arma. De uno de los guardarropas saco un chaleco, me lo pongo y escondo el arma en un bolsillo. Ahora vuelvo a la ventana y salto. Al caer en el patio siento dolor en un tobillo, pero no es tan terrible. La adrenalina es un buen anestésico. Avanzo por el patio hacia un muro, uso una mesa para escalarlo y paso del otro lado. Ahora estoy en un estacionamiento.
Al ver la salida siento alivio. Hay un puesto de vigilancia pero vacío. Con mucho cuidado me deslizo por detrás de la cabina para que nadie me vea, y apenas salgo me pongo a correr como loco. Ni siquiera me pregunto en qué barrio estoy, solo quiero alejarme y estar a salvo… ¿a salvo de quién?
Tras la corrida comienzo a reducir el ritmo. Ahora sí quisiera ubicarme pero no reconozco nada. No tengo idea de cuántas cuadras corrí. De pronto la fatiga me sacude el pecho y me provoca dolor. Toso con violencia. Tengo que descansar. Me siento y apoyo la espalda en la puerta de una casa.
Un extraño me observa desde una distancia media y ahora se acerca con decisión. Mis ropas son elegantes aunque no demasiado, y las de él son dignas de la basura social, aunque lleva unas zapatillas Nike muy llamativas. En un tono arrogante y agresivo, me pregunta si tengo plata. Yo lo miro como a quien hace una pregunta desubicada en un momento sensible.
‒Mirá, la verdad es que no tengo nada. Como te darás cuenta no estoy en un buen momento. Disculpá… si no, te daría.
En verdad no sé si tengo plata o no, pero no quiero darle. No estoy de humor y preferiría estar solo. Él no parece entenderlo.
‒¡Eh! Dale, cheto.
‒Te dije que no tengo…
‒No seas gato…
‒¿No ves que no tengo nada? ¿Qué, sos sordo?
Mi tono es tenso. El imbécil no toma bien mi respuesta y me insulta. Me levanto y me alejo a ritmo acelerado pero él me sigue y continúa. Cuando me empuja, un calor infernal se esparce por mis venas. Los músculos se tensan y el reflejo es inmediato: saco el arma, le apunto a la cabeza y disparo. El cuerpo cae en el pavimento y la sangre cubre las baldosas. Miro a mi alrededor y no veo a nadie. Hay poca iluminación. El barrio parece de clase media baja. Me tranquiliza saber que el silenciador tapó el estruendo. De todas formas, ¿a quién le importa una basura menos? A nadie. Vuelvo una vez más a las palabras de mi amigo abogado.
Guardo el arma y me largo a correr, seducido por un torbellino de omnipotencia. No recuerdo haber sentido jamás algo parecido. Lo que no siento es culpa. Debería sentirla, pero no, solo tengo la satisfacción del que ha hecho lo correcto. Mi memoria sigue difusa pero ahora al menos sé qué clase de persona soy.
Una sutil rabia me aprieta la garganta. Pienso en la lacra que despaché y se me arma una lista de personas que merecerían el mismo destino: los policías corruptos que acusan a gente inocente, los chetos que se creen dueños del mundo, los empresarios que…
Una de ráfaga de luz estalla dentro de mi cabeza y emergen fragmentos de información. Algo en esa frase que no llegué a terminar me suena de alguna parte. Reviso mi billetera y encuentro lo suficiente para tomar un taxi. Se enciende una chispa de esperanza, pero antes que pueda disfrutarla me doy cuenta de que no recuerdo mi dirección.
Saco mi documento de identidad y leo la calle, pero no la reconozco. Ya lo dije: a duras penas puedo recordar mi nombre. De pronto veo un taxi que se acerca. Le hago una seña para que frene y subo. Le doy la dirección y trato de relajarme.
Al cerrar los ojos se proyectan escenas espantosas que no logro reconocer, pero que aun así, me resultan familiares. En este estado hibrido entre la vigilia y el sueño resulta difícil saber cuáles son recuerdos y cuáles no. Necesito ubicarme, así que le hablo al único interlocutor que tengo a mano.
‒¿Sería tan amable de decirme la hora?
‒Dos de la madruga‒da.
‒¿Qué fecha es hoy?
El taxista me mira desconcertado. Seguro piensa que estoy borracho o drogado, pero igual me responde con simpatía.
‒Domingo cinco de febrero. Durante el fin de semana las personas se olvidan de todo. Es normal, después de laburar como un negro uno quiere relajarse.
Su tono de voz me tranquiliza. Dice:
‒Yo no puedo relajarme. Entre la economía y que mi ex me tiene cagando con los gastos tengo que estar acá todos los días.
Siento lástima y empatía. Su vida consiste en trasportar gente de un lugar a otro. Anónimos, almas perdidas como yo que ni siquiera saben dónde estuvieron en los últimos… ¿Tres días? ¿Ya pasaron tres días?
La última imagen es del jueves a la mañana. Hago un esfuerzo por recordar, pero un terrible dolor de cabeza me bloquea. No quiero pensar. Prefiero escuchar la historia del tachero. No hay persona más interesante que un taxista. ¿Cuánta gente habrá llevado? Parece estar en sus sesenta y pico, así que seguro tiene experiencia. ¿Cuántas historias y confesiones habrá tenido que escuchar? Historias de espías, de políticos, de delincuentes, de ricos y famosos. Dramas, comedias, tragedias. Los pecados de una sociedad se confiesan en los taxis, son los caños de escape sociales y la memoria colectiva de todo lo que pasa. Todo el mundo le cuenta sus verdades al taxista. Al fin y al cabo, si ellos hablan ¿quién les va a creer? Es una pena que cada vez queden menos. La vieja escuela se extingue.
El taxista me cuenta su historia y yo trato de escucharlo, pero no es fácil concentrarme. Quiero recordar, saber quién soy, donde pasé los últimos días. El nombre que figura en el documento no me convence, y menos aún la dirección. De pronto el sueño me gana y la voz del taxista se mezcla con los sonidos que zumban en mi cabeza. Lucho todo lo que puedo pero es inútil: la realidad desaparece.
Ahora estoy en un profundo abismo donde se escuchan gritos de dolor. Olores putrefactos y materiales viscosos se pegan a mi cuerpo y me producen ardor, el aire se vuelve pesado y respiro con dificultad. Quiero despertar pero no puedo. Con un esfuerzo desesperado junto energías y expulso un grito desgarrador. Eso parece inútil, pero al final abro los ojos y veo que ya no estoy en el taxi sino en una precaria habitación llena de barro, todo lo opuesto al departamento de la cheta. Me veo cubierto de sangre, vómito y otras sustancias asquerosas. Tengo la garganta seca e inflamada, lo que me produce una sed atroz. Mi primer instinto es buscar agua pero solo veo un cartón de vino barato. El sudor se mezcla con otras sustancias pegajosas. Qué asco, no lo soporto. El olor a cloaca me produce arcadas. ¿Dónde estoy? ¿A dónde se fue el taxista?
Llevo la misma ropa pero sucia y húmeda. El arma desapareció. Siento un dolor intenso en el antebrazo y veo que tengo una aguja clavada. También veo una sonda que se extiende hasta una jeringa que contiene los restos de un líquido blanco. Me arranco la aguja del brazo y siento un dolor punzante. El corazón bombea a un ritmo descomunal. Me incorporo.
Camino hacia una mesa de madera y siento el pantalón mojado, pero no me importa. Tampoco tengo miedo: la imagen del villero que maté me llena de valentía y me protege de la desesperación.
De pronto escucho que alguien quiere entrar. Por instinto me pongo detrás de la puerta y espero. Un joven desnutrido ingresa tambaleándose. Parece drogado. Sujeta un arma pero no me preocupa en lo más mínimo, solo tengo que esperar la oportunidad para…¿Por qué pienso así? No saber por qué razono de esta manera es lo que más me preocupa.
El tipo revisa la jeringa que dejé en el piso y se arrodilla para recogerla. Contengo la respiración. Dominado por la impaciencia busco un objeto sólido. Veo la mitad de un ladrillo. Lo tomo y me abalanzo con violencia sobre el tipo, que gira el cuello y me mira con los ojos apagados. Cuando le hundo el ladrillo en la cara, sus dientes frontales salen volando y el arma cae al suelo. Pese al golpe, sigue consciente y me regala una sonrisa macabra. El segundo golpe le deshace la mandíbula inferior. Quiero borrarle esa mueca burlona. El tercer golpe le deshace la nariz pero él parece no sentir dolor y trata de sujetarme. No sé cómo puede soportar semejante castigo y encima tener fuerzas para atacarme. Entonces me doy cuenta de que no son suficientes ni tres golpes, ni cuatro, ni cinco, ni diez.
Cuando termino, su cabeza es una montaña de huesos y cartílagos deshechos. Reviso su pantalón y encuentro un celular último modelo, de seguro robado. Lo enciendo, miro la pantalla, y siento pánico por primera vez desde que desperté: esta vez pasaron diez días. ¿Qué es lo que me pasa? Sigo sin recordar, y si antes sabía poco ahora no sé nada. Solo tengo el instinto.
Tomo el arma y salgo de la habitación. Es de noche y las casas alrededor son muy humildes. Parece una villa pero peor, más decadente, más espantosa. Los caminos son de barro e inmundicias, me da asco dar el paso siguiente pero no tengo opción. Ya no tengo miedo de ser atrapado por la policía, sino que ahora temo por mi vida. Pero, ¿qué vida? No saberlo me angustia pero quizás no perdí nada, tal vez no tenía una vida. ¿Qué clase de persona despierta en una habitación ajena junto a un cadáver? ¿Qué clase de persona despierta diez días después rodeado de la inmundicia más atroz? Me hago las preguntas equivocadas… Hay una pregunta que no quiero hacerme.
Camino por los pasillos llenos de barro y agua cloacal. El olor me marea pero la voluntad me mantiene en pie. Escucho un bullicio en la oscuridad, voces que susurran a cada paso. Largo a correr.
Pienso en el taxista que me contó su historia. Apenas puedo recordarla, solo recuerdo que sentí lastima por él. Ahora ni siquiera tengo un interlocutor a quien escuchar. Quizás al deshacerle la cara al villero me precipité. Debí haberlo interrogado, aunque para qué si apenas podía caminar. Le hice un favor, estaba muerto en vida. Una parte de mí lo envidia por estar muerto, la otra quisiera seguir con vida… pero ¿soy tan distinto a él? Aunque a la mujer no la haya matado soy un monstruo igual que él.
No dejo de correr y hasta acelero, giro a la izquierda y luego a la derecha. Rezo por no encontrarme con un callejón sin salida. A lo lejos percibo luces en movimiento, una autopista, y le doy derecho. Las luces al final del túnel, la salida. A medida que me acerco intento desacelerar pero no puedo y aumento la velocidad. Primero siento el pasto, luego la tierra y por último el cemento. Luces que parpadean, bocinas chirriantes que se acercan y se esfuman en segundos. Un golpe seco me levanta por los aires y durante milésimas de segundo floto en el aire. Ahora sé que mi peor temor no es morir sino volver a despertarme en un lugar peor, en un futuro distante, aún sin recordar quién soy, y sin poder liberarme de esta existencia sin sentido.
No hay comentarios