«Quién crea que cualquier criatura puede ser cambiada para mejor o para peor, o transformada en otra cosa u otro ser, por cualquiera que no sea el Creador de todas las cosas, es peor que un pagano y un hereje. De manera que cuando informan que tales cosas son efectuadas por brujos, su afirmación no es católica, sino simplemente herética.

Más aún, no existe acto de brujería que posea efecto permanente entre nosotros. Y esta es la prueba de ello: que si así fuera, sería efectuada por obra de los demonios. Pero asegurar que el diablo tiene el poder de cambiar los cuerpos humanos e infligir les daño permanente no parece estar de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia. Porque de este modo podrían destruir el mundo entero, y llevarlo a la más espantosa confusión. 

Malleus Maleficarum

En cualquier ocasión que diera con mis huesos en Daimiel, aprovechaba para dar largos paseos vespertinos, eso sí, teniendo mucha cautela con la calor y el sol abutanado y siempre bochornoso de los estíos manchegos.

Salía de la casa de mi hermana, en la calle Magdalena, hasta llegar a la intercesión con la de José Ruiz Hermosa, donde giraba a la izquierda presto a desembocar en la Plaza de San Pedro, en la cual se erguía, como gran túmulo del espíritu, la iglesia del mismo nombre.

Una vez allí, me regodeaba largo tiempo observando las altas torres del templo, sus piedras añosas, como vestigios mudos de un tiempo glorioso, pero demasiado difuminado por el discurrir de los acontecimientos históricos, y que a lo largo de los siglos se habrían ido superponiendo y cubriéndose unos a otros sin pudor.

Después de escudriñar cada rincón de la plaza, embocaba la calle de la estación, una larga arteria que sabía que me conduciría hasta el umbral de unos de los espacios, al menos en mi opinión y según mis sentidos, más especiales, e incluso, iría más allá todavía, revestidos de un carácter sobrenatural y donde el aire se adensa tan sutilmente, que uno no lo percibe hasta pasados unos minutos de reposo en ese mismo lugar. Estoy hablando del «parque de la estación» , junto a la antigua ermita de San Isidro.

En el parque, plagado de arbustos y de árboles de todo pelaje y condición, dejaba que mis ojos se ensimismasen con la observación de aquel ecosistema y que la mirada se posara en un edificio erguido y de porte draculiano, que se alzaba justo enfrente de mi banco favorito.

Y allí permanecía durante aproximadamente una hora, observando, escuchando el silbido batiente del viento y leyendo, hasta que resolvía levantarme y desandar el camino previamente recorrido, no sin antes hacer una breve parada para asomarme por un minúsculo ventanuco por el que se podía ver el interior de la ermita de San Isidro.

Nostalgias aparte, lo que en realidad deseo contarles, y mis paseos por Daimiel son la excusa perfecta, es la apasionante y asombrosa historia de las brujas de Daimiel, la de aquellas mujeres que allá por el lejano siglo XVI, fueron acusadas y procesadas por supuestas prácticas hechiceras y brujeriles.

Ya en la toponimia manchega, se recoge en término brujas, brujos y sus respectivos derivados, como por ejemplo, «camino del brujo» en Alcázar de San Juan, «casa de los brujos» en Cózar, «cañada del brujo» en La Solana, o en el mismo Daimiel el «carril de las brujas».

Desde el punto de vista de muchos historiadores, como Plinio el Viejo, se podría afirmar que el origen de la brujería se remonta a las primeras eras de la humanidad, desde el alba de las civilizaciones se instauraron entre la población estas prácticas, a las que por tanto, se las puede considerar de atávicas, y que se hunden en la noche de los tiempos.

Algunas teorías apuntan que ya en la antigua Grecia, la brujería y las prácticas de adoración a la naturaleza eran muy comunes, y habrían tenido su origen en rituales como los «misterios eleusinos». Estos misterios consistían en ritos de iniciación y de culto a las diosas Demeter y Perséfone, que celebraban el regreso de esta última del inframundo y que simbolizaba la vuelta de la naturaleza y la vida a la tierra. Los iniciados se instruían en los secretos de Demeter hasta alcanzar el conocimiento o revelación y las guías en este sacratísimo recorrido eran las sacerdotisas o hierofantes, antecedentes primordiales de las brujas y hechiceras medievales.

Plinio el Viejo nos describe cómo ya en las XII Tablas y en la Lex Cornelia, se condenaban taxativamente y con pena de muerte, la práctica tanto de la brujería como de la hechiceria:

» Los adivinadores, los hechiceros, y los que hacen uso de la brujería con malos fines, los que evocan a los demonios, los que para perjudicar emplean imágenes de cera, serán condenados a muerte». 

Ley XII Tablas

Según los estudiosos de la brujería, pero también de la tradición oral, las brujas son aquellas mujeres que aprendieron de la naturaleza, de sus recursos, sus procesos químicos, su biología, sus registros y su memoria evolutiva, y que tienen el increíble don de poder manipularla en aras de sus necesidades e intereses. Las malas lenguas, diría yo, y no siempre la tradición, nos dicen que las brujas son gobernadas por sus bajos instintos y que en raras ocasiones las impulsa la voluntad de ayudar a los demás con sus técnicas hechiceras. En sus orígenes, se tenía la creencia de que las brujas conseguían sus dones al relacionarse con seres de otras dimensiones diferentes a la nuestra, con ángeles, demonios, diosas y dioses, hadas, elfos, genios, entre otros.

En ciertas culturas, cuando una mujer nacía y el saco vitelino no se rompía durante el parto, se consideraba que esa niña, en un futuro, poseería las propiedades y poderes ocultos de una bruja. Aún hoy en día, en las sociedades, llamemoslas más primitivas, como las africanas, es muy frecuente usar la brujería para explicar fenómenos que de otra manera tendrían difícil explicación, como por ejemplo el hecho de la muerte y las diferentes calamidades que se puedan dar a lo largo de la vida de cualquier individuo.

Una de las asonadas brujeriles más sorprendentes, es la que tuvo que ver con Juana Ruiz, vecina de Daimiel, que allá por el año de gracia de 1541 era muy conocida en la localidad por los extraños ruidos que emitía, sus hazañas voladoras y por ser gran aficionada a recolectar osamentas en el camposanto.

Fue denunciada y señalada por la siniestra sucursal de la Santa inquisición, que en Daimiel tenía su sede en la calle Don Tiburcio, cuyo comisariado recaía por aquel tiempo en manos de los dos principales párrocos de la villa.

Durante el proceso de Juana Ruiz, gran cantidad de vecinos testimoniaron haberla visto en el cementerio, desnuda y con una vela entre sus manos. Juana se defendió de las acusaciones, alegando que su costumbre de robar huesos de difuntos se debía a su imperiosa necesidad de realizar un conjuro de sanación para su hija, ya que padecía una terrible enfermedad que sólo podía ser revertida a través de un rito hechiceril.

En última instancia y después de un intenso proceso, la diosa del destino se puso de su parte, y Juana Ruiz fue absuelta de todos los cargos el 10 de junio de 1541, justo en el momento en el que la propia naturaleza comienza a salir de las tinieblas. Tengamos en cuenta, que aquellos que ejercían de abogados llevaban a cabo una curiosa defensa para con los reos a su cargo, ya que en ningún caso les estaba permitido abogar por su inocencia, sólo se limitaban a pedir misericordia en vistas a la reducción de la pena o en aras del arrepentimiento del acusado de herejía o brujería.

¿Pero qué entendían por herejía en pleno siglo XVI?, aquí tenemos una muestra altamente fiable de lo que aquellos hombres y mujeres entendían por ser susceptible de herético:

«En su primitiva acepción, el concepto de herejía no tenía nada de infamante:eran herejes los que, simplemente, reivindicaban una escuela filosófica. Pero hoy el término es odioso e infame, pues designa a los que creen o enseñan cosas contrarias a la fe de Cristo y de su Iglesia. Más, ¿se nos argüirá que, en el sentido griego del término, elegir la verdad católica constituye también una herejía, ya que elegir una doctrina es elegir también una secta?. Respondemos, como Tertuliano, que no hay división en la elección de la fe católica, pues en este caso no se trata de elegir según nuestro libre arbitrio, sino de seguir lo que nos propone Dios. Hay herejía y hay secta cuando hay comprensión e interpretación del Evangelio no conforme a la comprensión y la interpretación tradicionalmente defendidas por la Iglesia católica. «

Comentarios al Manual de Inquisidores de Nicolau Eimeric 1578

En 1550 se procesó en Daimiel a Isabel de la Higuera, que fue descubierta en varias ocasiones trazando extrañas y diabólicas figuras en la ceniza y dando de comer pestilencias y desconocidos bálsamos, ya que con ellos aseguraba desligar y desatar los encantamientos de los que hubieran sido víctimas sus conciudadanos.

La tradición oral nos cuenta también que en los alrededores de Daimiel tenía su morada un ermitaño y que acostumbraba a realizar invocaciones demoníacas haciéndole ofrendas, holocaustos deplorables, arrastrándose cuál reptil por el suelo y manteniendo la convicción de que con esas liturgias diablescas devolvía a la vida al ganado muerto y a todo tipo de carroña.

Por supuesto, que esa misma tradición a la que hice referencia, nos relata y describe la existencia de aquelarres en las inmediaciones de Daimiel, en los que los asistentes se untaban de ungüentos malolientes y practicaban vuelos para encontrarse con Lucifer, que presidiendo la asamblea espectral cometía todo tipo de obscenidades, profiriendo blasfemias inefables contra todo lo sagrado, lo virginal y lo inocente de nuestro mundo.

Estos son sólo algunos de los casos, calificados por los comisarios inquisitoriales como de brujería y hechicería, que se dieron en Daimiel. Hubo muchos más, que más adelante y en cuanto me sea posible investigarlo, les contaré con detalle.

A la pregunta de quiénes eran las brujas, las respuestas podrían variar, dependiendo del enfoque y la perspectiva desde la que se observe el fenómeno en cuestión. Tal vez no fueran jamás esas malvadas embaucadoras y pactistas diabólicas, pero lo que sí sabemos casi con certeza es que tenían la capacidad de transmutar la naturaleza y que sus conocimientos telúricos eran tan ancestrales que superaban nuestra imaginación. Sea como fuere, su heterodoxia y su gnosis les costó la incomprensión de los estamentos de poder, muy celosos, como siempre, de guardar el conocimiento fuera del alcance del vulgo.

No obstante, y personalmente, siempre he creído que poseían un don mágico, algo que escapa al entendimiento y la razón.

Creo que fue Jules Michelet el que en su obra sobre las supersticiones medievales afirmara que, una religión fuerte y viva como lo fue el paganismo griego, empezó con la Sibila y terminó con la bruja. La primera, virgen y bella lo arrulló a la luz del día, le dio el encanto y la aureola. Más tarde, enfermo, decaído, en las tinieblas de la Edad Media, en las landas y en los bosques, la bruja lo mantiene oculto, su intrépida piedad le alimentó y le ayudó a sobrevivir. Así, para las religiones, la mujer es madre, tierna guardiana y nodriza fiel. Los dioses son como los hombres; nacen y mueren en su seno.

De vez en cuando sigo paseando por las calles de Daimiel, noto como el vuelo sobrenatural del viento se perfila contra mi rostro, la luz semi mortecina de las tardes, un algo incógnito que no acierto a describir y pienso en ellas, en las mujeres ensotanadas que por allí pulularon, poseedoras de las claves y los enigmas que al resto jamás se nos reveló.

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