Bajó a hurtadillas hacia los pisos inferiores, como solía hacer de tanto en tanto. Un silencio sepulcral inundaba el pasillo abovedado por el que caminaba, tan solo roto por el eco de sus zapatos al pisar sobre el suelo enlosado. Se metió las manos en los bolsillos de la bata, las tenía heladas. Sensación normal, la calefacción del hospital no llegaba hasta ahí abajo. Los viejos fluorescentes que alumbraban el camino titilaban a su paso, exigiendo ser cambiados. Esos vagos del personal de mantenimiento eludían siempre que podían sus funciones por aquella zona. Llegó hasta el final del pasillo, donde se plantó ante una enorme puerta metálica. Exhaló una bocanada de vaho sobre sus manos e introdujo un código numérico sobre el panel de seguridad. Este emitió un pitido acompañado de una luz verde conforme la contraseña era correcta.
El portón de la morgue se abrió. Se adentró en la gélida y oscura sala, con la puerta cerrándose tras de sí. Buscó a tientas los interruptores. Cuando los encontró, los accionó todos uno a uno. Conforme los pulsaba, la luz se hacía patente en la tétrica habitación. Con la estancia ya iluminada, fue directo a las neveras. Leyó los nombres en las puertas con detenimiento, en la tercera encontró lo que buscaba. Accionó la palanca de abertura y una bocanada de frío y hedor a muerte le dio de lleno en la cara. Extrajo la camilla metálica, en la cual se encontraba una bolsa de plástico con un cadáver dentro. Con gesto profesional tiró de la cremallera del sudario, dejando al descubierto los restos mortales. Al verlos, una sonrisa melancólica se le dibujó en sus labios. Paseó sus dedos con ternura por los suaves cabellos rubios y le acarició la cara con delicadeza
»Por qué has tenido que irte –pensó en voz alta. Emitió un leve suspiro mirando al techo, luego se acercó más al oído del cadáver y le susurró con voz pesarosa−. No es justo, no te tocaba aún«. Siguió observando el cuerpo, ensimismado en sus pensamientos, hasta que una fugaz mirada dirigida al reloj de pared le avisó que el tiempo empezaba a apremiarle.
Se dirigió hacia el abdomen del cadáver y después de regalarle una nueva carantoña, le hincó los dientes. Apretó la mandíbula, desgarró la carne. Masticó emocionado. Una carne blanda, aún impregnada por el dulzor de la vida, llenó sus papilas gustativas. Continuó su festín excitado, mordisco a mordisco, con la cara chorreándole sangre ajena. Absorto en su festival de entrañas y vísceras, advirtió demasiado tarde como la puerta de la morgue se abría de improvisto. El corazón le palpitaba de tal manera que lo sentía golpear con fiereza sobre el esternón. Espantado, tiró unos pedazos de intestino que estaba sosteniendo en la mano, pero no tuvo tiempo para deshacerse de lo que todavía tenía en la boca ni limpiarse la sangre. Así le encontró su colega y compañero de profesión, con la cara bautizada en rojo y mascando lo que parecía un trozo de páncreas.
─¿Qué coño estás haciendo? ¿Qué representa todo esto? –le increpó señalándole con dedo acusador.
─No lo entenderías ─intentó excusarse─. Yo…
Su compañero le alzó la mano en ademán de hacerle callar. Se acercó para ver el destrozo que había hecho al cadáver. Resopló y le lanzó una mirada que le juzgaba con toda severidad.
─Me dijiste que pararías con esto.
─¡Tú no lo entiendes! ¡Estuve una semana entera cuidando de ella, luchando por su vida! Sin dormir, ¡mi mundo era pensar en que algún día se recuperaría! Y mírala, así me lo paga. ¡Pues si no quiere vivir en su cuerpo, lo hará dentro mío!
─¿Cuántos pacientes tienes dentro ya? ¿No crees que ya va siendo hora de parar de obsesionarse hasta estas esferas?
─Yo soy su médico, haré lo juzgue más conveniente para mis pacientes.
─Definitivamente ─concluyó su compañero con resignación─, eres el peor pediatra que existe.
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