Max Jiménez, autorretrato en grabado

Cerca de 1937 en Madrid, donde años antes había publicado algunos de sus poemarios, le propusieron a Max Jiménez cambiar el estilo y jergas del lenguaje costarricense de su libro para que pudiera ser mejor comprendido por el público castellano, a lo que este respondió –tal como dejó plasmado en el prefacio de El Jaul– que su obra no se produce en antesalas, “sino entre barriales y montaña”.

A primera vista podríamos pensar en cierto nacionalismo, pero esto entra en conflicto con la ferviente crítica que efectuó contra su país durante aquellos años, el cual acusa de carente de identidad histórica. No será la única de las contradicciones que rodearían su vida, y la censura de su patria no tardaría en llegar.

La manera en que solemos contar la historia de los pueblos no escapa de las tensiones entre lo global y lo local. Ante el deseo de diferenciación, los costumbrismos revolotean para acentuar el milagro de Babel y evitar que las personas de los distintos rincones puedan ser absorbidas por el –pretendido– único Occidente. Pero estos rasgos del lenguaje que buscan formar rasgos de personalidad a menudo caen en mera teatralidad. En Unos fantoches (1928), obra de estructura muy peculiar para la época, el público se presenta como una sola persona:

“El público, que es persona que todo lo complica […], necesita del chisme callejero, novedades, todos en una u otra ocasión somos del dedo público señalados, el asunto es que la voz pública es insaciable, de ese mismo seno nacen fantoches que han de hacer llorar y reír, el caso es que la vida se hace fastidiosa y siempre requiere el ambiente social, alguna nueva tragedia […]”.

El pequeño país que vio nacer a Max le fue hostil hasta impulsar su autoexilio. Aun en la década de los 40, antes del hito de la abolición del ejército, los discursos de humildad y paz comienzan a cubrir historias de guerra, traición y violencia. ¿Qué mejor imagen a exaltar que la del campesino? Fuerte, preocupado por su familia, no persigue la opulencia, honesto devoto que bendice el trabajo. Símbolo nacional que, muy a pesar del mismo campesino, ha devenido en una imagen estática y marginal a la gloria del oligarca.

Pero de cuando en cuando surge algún rebelde que prefirió adentrarse en la jungla y en las colinas, donde la neblina reemplaza el celaje y las casas se amontonan bajo los jaúles; ahí se podrá ver algún pueblo que nada sabe sobre paz o “concherías”. Sus habitantes –de apariencia humana– se encuentran en un estado entre civilización y barbarie.

Max Jiménez nace en 1900; crece en un ambiente alimentado por la tensión entre el modernismo y el nacionalismo que en su época todavía no había terminado de formar un mito. Pronto viajaría por La Habana, Santiago, Londres, Madrid, París, cosechando amistad y admiración mutua con grandes figuras de las letras hispanoamericanas como Asturias, Mistral y Vallejo. Durante su tránsito por Europa se empaparía de las vanguardias artísticas, aunque no llegarían a influenciar en su obra tanto como a su modo de vivir. Poeta, novelista, ensayista, pintor, tales fueron sus motivaciones de vida, impregnadas a veces de melancolía, y en otras de crudeza. Moriría en Buenos Aires en 1947.

Grabado de «Mañana de viernes santo», por Max Jiménez. Cada capítulo del libro es acompañado por un grabado hecho por el autor

El Jaul o filosofía entre barriales

Un relato episódico va revelando al protagonista omnipresente: el pueblo, representado por la imagen del jaúl, un árbol cuya madera solo sirve para hacer ataúdes. A través de sus trechos caóticos y embarrialados, trazados por –tal como certeramente señala Carlos F. Monge– una “estética de la transgresión”, Max nos va desvelando una inversión de valores que contrasta con el ideal del terrateniente criollo recto o del campesino que profesa la austeridad. La reforma es auspiciada por la montaña, donde la violencia nada tiene que ver con maldad; tal cosa no existe en la naturaleza.

“Nacimiento, vida y muerte tienen en aquel pueblo casi el mismo valor […]. Allí no hay rebelión contra la muerte. No se trata del campesino que ama a la tierra y que al morir se une a su madre tierra. Se trata de un hombre blanco que no se ha integrado. Los indios, los verdaderos dueños, los que eran raíz de la montaña, huyeron a su fondo […]. Huyeron de unos invasores mil veces más bárbaros que ellos […]. No es una vileza adquirida: es una segunda naturaleza, es un empleo perverso de sus fuerzas. Allí el robo es un deporte”. (El Jaul, “El Sol”)

Pero ¿qué podemos aprender entre los jaúles de Max, de esta filosofía a machetazos? Un país famoso por la paz y su naturaleza ve con extrañeza la violencia; pero en este pueblo lo extraño es que no la haya. A través de esta disposición caótica de chozas y potreros, uno comienza a pensar que más allá de la urbanización ha quedado la sombra del mundo, donde el labriego sencillo no es tan trabajador y tampoco divierte por su alcoholismo e ignorancia.

“Y la panza, al marido lechero, es lo que más le llama la atención. Allí caen las patadas. En algunos casos la mujer huye, tratando de salvar el fruto de su vientre, pero los ruegos del marido la vuelven como perra al hogar. Y se renuevan las patadas sobre los líquidos de un vientre que sostiene una futura deformidad”. (El Jaul, “El Sol”)

En contraposición al culto a las instituciones que ocurre en la capital, en San Luis de los Jaules impera una ley intermedia (completa en su decadencia), donde lo prohibido es sentir lástima por el hijo humillado, o por el sacerdote del pueblo montando su caballo verde. En este lugar el robo no es pecado cuando su fin radica en el acto, no en lo robado.

“Los habitantes de San Luis de los Jaules no podían vivir sin el robo. Aún trabajadores de buena paga, robaban por necesidad de espíritu […].

El Chunguero, en una ocasión, dio un golpe de robo extraordinario: se fue a un pueblo vecino y puso una carnicería, que surtía durante las noches. Se venía a San Luis de los Jaules y degollaba los ganados en el mismo potrero, cargaba lo vendible y los restos los tiraba al río”. (El Jaul, “El merodeo”)

Grabado de «El cura», por Max Jiménez

A lo largo de la montaña, donde sus pobladores hacen sus casas huyendo de la luz del Sol, aquel que pretenda ser reconocido como el más valiente debe renovar cada noche su título, siendo el mayor premio su vida. La autoridad más o menos tolerada es la del progenitor, excelsa imagen del patriarca; el sacerdote aquí no vale nada. Finalmente, subyace una sentencia moral: crimen justificado por nombre ensuciado no paga condena.

No es que Max quisiera arremeter contra su país natal, sino exponer lo que este intenta ocultar, y principalmente a la escena política de los años 30 y 40, donde chocaba el tradicionalismo pueblerino con el burdo proceso de modernización acelerada, quedando desnuda la cara hipócrita de los que rechazan al negro y al indígena, y glorifican las formas extranjeras bajo un discurso de paz, educación universal y autenticidad.

Hoy en día los exiliados del panteón de las artes y las letras costarricenses han sido reivindicados, o por lo menos eso intentan hacer parecer. Al final no es mucho más que una lucha, no entre lo global y lo particular, sino entre lo global y los deseos de serlo; aunque Max no parece haber escogido bando alguno, y eso le salió caro, olvidado por medio siglo.

“No hay nada tan fácil de destruir como la vida de un artista. No hay nada tan difícil de destruir como su obra”. (aforismo no.31 de Candelillas)

La crítica nacional en su tiempo no fue discreta. Horribles, así llamaron a sus obras pictóricas y literarias. Pero sobre esto vale la pena escuchar la respuesta de Yolanda Oreamuno –otra autoexiliada– en un texto escrito por la reciente muerte de su amigo Max: “¡Pues es claro, queridos paisanos, que son horribles! ¡No han hecho ustedes ningún descubrimiento trascendental! Sólo se les olvidó ver que el mensaje pictórico, el camino nuevo, la enseñanza del maestro, NO SIEMPRE ESTÁN EN LA BELLEZA”.

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