En el 2007 se estrenó la película El día que Nietzsche lloró, basada en el libro de nombre homónimo, donde personajes históricos como Josef Breuer, Nietzsche, Freud y Lou Salomé convergen en un drama romántico de pretensión filosófica. Hace unos meses volví a verla dentro del marco de una actividad relacionada con el filósofo alemán, por lo que me dispuse a hacer algunas reflexiones sobre los conceptos nietzscheanos que se pueden desprender de la película.

Ahora dos advertencias: 1) Pese a que quizá se pueda notar cierta acidez de mi parte, la película me parece entretenida y la recomiendo. 2) No soy una autoridad en este pensador, en caso de que usted sea alguno de los que tienen a Nietzsche en el pedestal de un mesías y llega a sentirse indignado por mis interpretaciones.

De manera preliminar es importante tener en cuenta de manera conjunta los conceptos principales a los que Nietzsche dedicó gran parte de su obra. Algunos les sonarán familiares: la muerte de Dios, la voluntad de poder, el superhombre, lo apolíneo y dionisíaco, el eterno retorno. ¿Cuáles estarán presentes, o mejor dicho, son mejor reconocibles en la película?

Pero antes se hace necesario dar un breve repaso a varios de estos conceptos que han acompañado al pensador alemán desde El nacimiento de la tragedia.

¿Cuántos matices y pluralidad de interpretaciones no ha tenido la frase “Dios ha muerto”?, idea similar a la de Dostoievski en Los posesos, mediante el personaje de Kirilov quien clama que, de no haber Dios, él es Dios. En la versión nietzscheana es importante no entender la muerte –literal– de alguna divinidad. Tanto “el loco” de la Gaya Ciencia como Zaratustra, más que dar sentencia, hacen la observación de que Dios ha muerto. Ambos avatares sienten la necesidad de compartir la buena nueva con la comunidad humana. En una época donde la política y la religión han perdido credibilidad; donde la sociedad es asolada por la fragmentación y la guerra, y muchos de la clase noble se aferran a nacionalismos que le intentan dar sentido nuevo a sus vidas, ¿no queda clara la futilidad de la moral cristiana? ¿En qué creer ahora?, ¿cuál es el sentido de la vida si parece que ya no se puede creer en nada?

Los ateos serviles (de los que parecen abundar en el mundo de “el loco”) no encontrarían otro desenlace para afrontar el absurdo de la vida que en el nihilismo. Pero Nietzsche es amante de la vida, la reafirma. Sabe que arrojarse al abismo no es una solución que pudiera rescatar a la humanidad que –muy a su pesar– ama. Para salvarnos de esta versión de nihilismo es necesario que alguien tome el trono que Dios dejó vacante. ¿Quién debe ocuparlo, la humanidad?, ¿o cada humano como dios de su propia vida? Tal vez, pero no están listos. “El ser humano es algo que debe ser superado”, frase que ha traspasado los siglos. Pero miren a nuestro alrededor, ¿dónde están los espíritus de líder?, nadie se atreve todavía a tomar el rumbo de su propia vida, están acostumbrados a obedecer: no se han dado cuenta de que Dios ha muerto. No, un apolíneo nacionalista que vive en un mundo rasgado que intenta hacerse pasar por ordenado no puede representar a la humanidad; tampoco esos “virtuosos” que siguen las retorcidas lecciones de Cristo, ofrecer la otra mejilla para que también sea abofeteada, despreciando el cuerpo y la vida misma; tan ingenua es la especie servil. Si el humano pretende sentarse en el trono que dejó el Dios del que emanaban los valores de la civilización occidental, entonces este tendrá que crear sus propios valores, así surge el Übermensch (traduzcámoslo como suprahumano). Para alcanzarlo se amerita una superación no biológica, sino moral, encontrada en una serie de transformaciones que conducen a la afirmación de la misma vida.

Sin embargo, Nietzsche no se presenta como el suprahumano en sus personajes, tiene más bien carácter de profeta. Pero siempre son pocos los que escuchan a los profetas.

He ahí el dilema del pensador alemán. Busca un volver a los griegos, antes de esa falsa dicotomía entre bien y mal; antes de Sócrates y el triunfo del raciocinio por encima de la embriaguez; antes de Platón, el primer cristiano (siendo Jesús el último). Lo dionisiaco y lo apolíneo volviéndose a conciliar. Los impulsos y el instinto por afirmar la vida por encima de la moral del esclavo, la que hay que invertir, tal es el aspecto de la voluntad de poder.

En la película podemos apreciar el eterno retorno en la versión de Zaratustra; se describe muy bien los tres estados del espíritu: el camello, el león y el niño.

El médico Breuer trabaja como animal de carga durante gran parte de su vida, solventando las necesidades de su familia y soportando sobre sus hombros el peso del deber dentro de una sociedad que restringe sus impulsos vitales. En la sociedad no se haya la realización del individuo. Sin embargo, ocurre la ruptura, el grito de libertad. Breuer se harta de ser el esclavo y se dispone a ser amo (de su propia vida). Dioniso se le presenta bajo la forma del “yo quiero”, en lugar del “yo debo” y se transforma en león. Al final se da cuenta de que todos sus impulsos y añoranzas no eran más que una ilusión, una escapatoria, y ahí aparecen dos caminos: la fatídica resignación o la asimilación: el niño. Es el punto de inflexión; en un mundo no gobernado por valores cristianos, el niño podría construir sus propios valores. Pero, ¿tal hazaña es posible si seguimos en la misma sociedad? Regresa al comienzo; acepta su vida y seguramente piensa que no pudo haber sido de otra manera.

Sin embargo, en la película hay un agente externo que infunde la rueda mediante hipnosis (Freud), y la asimilación viene como resultado de una cura clínica. Es la terapia por encima del Destino. En el filme el presunto avance científico supera los males del individuo, no por la burda regresión, sino por la inducción de un estado. Los impulsos, la voluntad de poder, las fases del espíritu son retratadas y reducidas a una mera cuestión psíquica. La “ciencia” ha reemplazado a la filosofía. La película, evidentemente más Freudiana que Nietzscheana, brinda un desenlace Disneysíaco: la aceptación como final feliz. Pero esto no acaba aquí, ¿recuerdan el nombre de la película, o el papel de Salomé? Locura, contradicciones y amenaza a los valores, todos ellos doblegados, como siempre, ante el amor, ¡un valor de Cristo! Entonces, cabe una pregunta final: ¿La afirmación de la vida supone la muerte del profeta al llorar?

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Lamentablemente, el verdadero Nietzsche parece no haberse desligado por completo de una herencia cristiana: la búsqueda del último hombre, irónicamente contrastando con la noción cíclica de la época arcaica a la que este aspira. La figura del mesías late pese al sepulcro de Dios. Y así, como la mayoría de los mesías vaticinados por los profetas, el superhombre sigue ausente.

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