
Imagen vía Pixabay.
Al quedarnos en casa hemos perdido la ilusión que nos proporcionaba cada nuevo viaje. Cada día que pasa, cada nueva ola de la pandemia, nos va restando vida, oportunidades, la magia de la imaginación, que no es más que una manifestación de nuestra búsqueda de la felicidad.
Los preparativos del viaje siempre han sido algo parecido a cuando esperábamos la llegada de las Navidades y los Reyes Magos, cuando los sueños se hacen realidad. Volábamos hacia países diferentes y dejábamos otras muchas cosas, pero con la seguridad de que quedaban ahí esperándonos: parientes, obligaciones, amigos. Tomábamos distancia de nuestros seres queridos y ocurría algo parecido a cuando nos alejamos de un cuadro para verlo desde otra perspectiva, para poder valorar más lo que teníamos delante y apreciarlo con mayor claridad en cada uno de sus detalles.
Ahora solo nos queda soñar con lo que nos queda por hacer, por conocer, cuando la añorada vacuna nos permita volver a una relativa normalidad. Aunque, mientras esto llega, podemos acudir a nuestros recuerdos, revivir viajes, rememorar experiencias como la de mi viaje a París siendo una adolescente de bachillerato.
Lo primero que me sorprendió fue el cambio de la noción del tiempo, tan fugaz que las horas eran minutos. Había que aprovechar el momento vivido, reír, disfrutar, no perder detalle de lo que veía, tratar de comunicarme en su lengua materna.
París, París, ciudad cosmopolita. Parece que allí el negro es blanco a la vez y este último es de rasgos asiáticos. La diferencia étnica no existe: distinto color de piel, pero el mismo color de valores en su sangre. Quizás porque en la época del imperialismo Francia colonizó diferentes zonas, entre ellas África. Pero aún así es un gran rasgo: el reconocimiento del otro como igual, a pesar de su diferencia de raza y la poca discriminación, que jamás aseguraría que fuese neutral.
A la bajada del aeropuerto pude contemplar grupos de hombres de negocios. Lucían unas gabardinas color caoba y, por supuesto, no les podía faltar su maletín de cuero.
Incluso, uno de ellos no se despegaba de su I-phone, objeto muy popular desde entonces y del que parece que nadie se desprende. (No me extraña que en Sudamérica lo llamen celular, como una célula más de nuestro cuerpo).Dos de ellos estaban en la Terminal y estrechaban la mano a otros, efusivamente, pero, a la vez, con elegancia y educación. A mí me parecieron meros actores, que por negocio estrechaban sus manos pensando en el beneficio económico y no un estrechamiento sincero propio de la amistad.
Hoy, quizás, el miedo y el horror a la pandemia, el ver la enfermedad y la muerte tan cercana me recuerde sus caras agrias, tristes, necesitando renegociar con ellos mismos el deshacerse del tener y ocuparse del ser más y mejores personas, sin gabardinas, I-phones y maletines que oculten el horror que sienten al estrechar manos insensibles.
Luego, en el metro, me senté junto a otro trabajador que llevaba un traje de chaqueta de marca; debía ser de una boutique del centro de París. Era americano y me dijo que no conocía mucho sobre la ciudad, que estaba allí por trabajo. A continuación sonó su teléfono. Preocupado lo cogió y contestó: It`s me. I`ve made you a call before but you didn`t answer. Please, listen, I would like to explain you it…
Pero, de repente, parece ser que le colgaron. No tengo ni idea de quién podía ser la persona con la que hablaba, pero me hizo pensar que alguien a quien apreciaba y que quizás las cosas no le iban bien. Era otro ser infeliz al que quizás le habría gustado compartir su tiempo, apreciando la luz de las calles parisinas y no ese mundo materialista y oscuro de los despachos que debía visitar por su trabajo.
Pronto cesó la música parisina que había estado sonando y acompañando mi relato. De nuevo, las noticias nos machacaban, una vez más, con cifras y más cifras de nuevos contagios, ingresos y fallecidos. ¿Nos estará aletargando el virus? ¿Seguiremos estando vivos y podremos adaptarnos y superar tanta desgracia con nuestra mermada inteligencia?
Creo que ahora todos estamos mucho más tristes, como esos hombres que conocí en mi viaje a París.¿No habremos entrado en el cuadro de la Ioconda y necesitemos seguir fingiendo una sonrisa para que aquellos que nos rodean no aprecien nuestra tristeza por lo que está ocurriendo? Imago animi vultus est «El rostro es el espejo del alma´´. De ahí que necesitemos un nuevo renacer, otra Ilustración que vuelva a llenar cada ciudad, cada barrio de París de la luz y de la razón de haber vencido, unidos, las múltiples atrocidades de una pandemia que nos ahoga.
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