Desde que empecé con esto sabía que tarde o temprano acabaría aquí, en la fría sala de un interrogatorio nazi, con un alto mando de la Gestapo encañonándome con la pistola.
Pobre idiota, no sabe el fallo que acaba de cometer. Me trata como si no supiera que soy Zina Portnova. Me he llevado por delante a decenas de alemanes, y aún no he acabado. Jamás olvidaré lo que le hicieron a mi abuela, pateada y humillada en el suelo, todo para que los hombres de la Werhmatch pudieran llevarse nuestro ganado.
Con el cañón a escasos centímetros de mi frente, me levanto de manera inesperada para él, a la par que aparto esa condenada arma de mí. Imagino que este fantoche trajeado de pelo engominado está acostumbrado a que la gente le llore y suplique piedad, por eso no me vio venir. Retrocede, asustado. Parece que ahora si es consciente de con quien está hablando. Sin darle tiempo a reaccionar, le atenazo por la muñeca y el codo. Mis manos de chica de diecisiete años no son gran cosa, pero no se necesita mucha fuerza para hacer esta llave y terminar partiéndole el brazo con un gesto seco, solo agilidad y precisión. El soberbio general suelta la pistola en el acto mientras profiere un aullido de dolor. Sin soltarle el brazo, roto y deformado, le propino un rodillazo en las lumbares para terminar de derribarle.
Ahí, en el suelo, maldice algo en alemán. Tomo la pistola, ahora soy yo quien le encañona. Se cubre, tan solo poniendo la palma del brazo que no le he roto entre él y yo. Pide clemencia. Patético.
Su cara, antes de semblante duro, termina convertida en una masa sanguinolienta de carne y vísceras tras mi disparo, con un agüero allí donde antes estaba la nariz.
Un soldado nazi abre la puerta de la sala, alertado por el sonido del fogonazo. Segundo error, ahora me dejan libre. No le otorgo un solo momento para que entienda lo que ha ocurrido, le he cosido a balazos antes de que pudiera echar mano de su metralleta.
Fantástico, ahora tengo una Luger y una MP40. Abandono la sala. El pasillo, vacío. No creían que nadie fuera a escapar, ¿verdad?. Idiotas, ni siquiera me vendaron los ojos cuando me capturaron. Conozco el camino de salida a la perfección. Me dirijo todo lo sigilosa que puedo hacia el patio del cuartel. Es plena noche, la vigilancia estará bajo mínimos, y al amparo de la oscuridad no me será difícil huir.
Aún no he alcanzado mi objetivo, cuando escucho voces alemanas. Vienen de detrás de una puerta, debía ser la guarnición. La tentación de irrumpir allí en medio, subfusil en mano, y comenzar a disparar a bocajarro a todo nazi que me encuentre es fuerte, pero la supero. Ahora no. Ya me he divertido suficiente hoy.
Abro la puerta de salida hacia el patio y salgo por ella abriendo el angulo justo para que mi pequeño cuerpo se deslice por ella como una sigilosa lagartija. Corro por el patio del cuartel, parapetándome entre cajas y vehículos. En la salida, una pareja de guardias charlan y fuman, tan tranquilos, como si no fueran monstruos. Son la última barrera a atravesar para volver a ser libre.
Está tan oscuro, están tan distraídos, y soy tan menuda, que no advierten mi presencia hasta que le vuelo la sesera a uno de ellos. Me dispongo a ejecutar a su compañero, pero mi arma hace un ruido extraño. Parece atascada. Malditos alemanes, no tienen ni idea de fabricar armamento. Esto no me hubiera pasado su hubiera tenido mi SVT-40 conmigo. Maldigo, pues acabo de perder unos segundos valiosos para mí, en un intento fútil por conseguir disparar. Tiempo que mi enemigo aprovecha para aporrearme la cabeza con la culata de su arma.
Tras notar un crujido en la sien, caigo al suelo. A mi alrededor todo me da vueltas.
“Alarm, Alarm, Flucht der Gefangenen!”, oigo gritar al centinela. Es obvio que está dando la voz de alerta. He de recuperarme del golpe y salir de aquí antes de que este patio sea un hervidero de nazis.
Me apoyo sobre las manos, despego el pecho del suelo. Tenso las piernas para salir a la carrera. Pero un fuerte pisotón en la espalda me devuelve a besar la tierra. El nazi apreta tanto la bota contra mí que apenas puedo respirar.
No tardaron en aparecer los soldados de la guarnición. Decenas de manos me toman, inmovilizándome. Me han vendado los ojos. Me levantan, mientras jalean y empujan. Me conducen al bosque, todo acabará pronto.
No me arrepiento de nada. Tan solo de no haber acribillado al pelotón nazi cuando tuve oportunidad.
No he caminado mucho. Unas manos se posan en mi cabeza y mis hombros, obligándome a arrodillarme. Oigo como un soldado quita el seguro de su arma.
Vuelvo a ponerme en pie, alzando el mentón, desafiante, la cabeza bien alta. No pretendo escapar, pero me niego a que estas alimañas me vean morir de rodillas. Lo último que siento es el disparo, antes de que mi cuerpo caiga desplomado.
Me abandonan, moribunda. Un hilo de sangre se escapa de entre mis labios, sonrientes, pues tirada en el suelo noto una vibración familiar para mí. No puede ser otra cosa, tanques soviéticos marchan hacia aquí.
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