Toda civilización celebra la pasión del joven y, a la vez, venera la sabiduría del anciano. Desde el honorable Aristóteles, que educó al impetuoso Alejandro Magno (y que a su vez había sido discípulo de Platón), hasta maestros más de nuestros tiempos como Gandalf o Dumbledore, pasando por personajes como el ingenioso Patronio, que aconsejaba al Conde Lucanor, o el mago Merlín, que enseñó al rey Arturo, el tópico del puer senex se ha sido una constante en la transmisión del conocimiento a lo largo de la historia, tanto que el filósofo Carl Jung lo convirtió en un arquetipo. Especialmente importante fue en el mundo antiguo, en el que el debate socrático se había convertido en toda una institución en la búsqueda de la verdad.
Uno de los ejemplos más luminosos y quizá menos conocidos de ese binomio dentro del mundo antiguo lo conforman los autores clásicos Décimo Magno Ausonio y su antiguo alumno Paulino de Nola. Este último se trasladó a Barcino, la actual Barcelona, y lo abandonó todo en aras del cristianismo, para abrazar una existencia de retiro, ascetismo y caridad, lo que hizo que su preceptor le enviara afligidas cartas pidiéndole que abandonara esa vida y retornara a su lado. Esta es la materia prima que utiliza Antonio Priante para elaborar su última novela: La ciudad y el reino.
Antes de nada, es necesario contextualizar la época. Nos encontramos a finales del siglo IV y principios del V, en un Imperio romano en el que se producen grandes cambios y transiciones en las relaciones de la iglesia cristiana con el estado y la sociedad. A comienzos del siglo IV, el emperador Diocleciano pretendió acabar con la religión emergente, y para ello puso en marcha una gran persecución que, sin embargo, no tuvo éxito. Fue Constantino el primer emperador que puso fin a ese hostigamiento y dio libertad de culto al cristianismo, aunque el Imperio no adoptará la nueva religión oficialmente hasta la llegada del emperador Teodosio (de nada sirvió el intento del emperador Juliano por restablecer el paganismo). De esta forma, la Iglesia pasa de ser una minoría perseguida a principios del siglo al extremo completamente opuesto, el de los perseguidores. A partir de ese momento, si alguien quería destacar en la vida pública, no tenía más remedio que ser convertirse al cristianismo, como hizo el propio Ausonio.
Precisamente, si hay una amistad que puede simbolizar mejor que cualquier otra las contradicciones de esos convulsos tiempos, es la de Ausonio y Paulino. Nacidos ambos en Burdigala, la actual Burdeos, aunque con cuarenta y cinco años de diferencia, las dos vidas parecían discurrir por caminos semejantes. Todo parecía indicar que el joven alumno seguiría los pasos del viejo profesor de gramática y retórica, que aspiraría a algún puesto relevante en la vida pública y que alcanzaría la inmortalidad con su arte. Pero he aquí que Paulino se desvió del sendero marcado y se convirtió no por interés, como Ausonio, sino por convencimiento. Desde ese momento, comienza una batalla dialéctica entre ellos, signo de aquellos tiempos, en la que se podría decir que representan ambos mundos. Ausonio simboliza la racionalidad del mundo clásico, la libertad de creencias, la armonía y el orden, la supremacía del arte frente a la vida; Paulino, por su lado, es la fe, la espiritualidad, el convencimiento de la salvación eterna a través de los actos. La primera postura el propio Ausonio la identifica con la ciudad, mientras que la segunda sería el reino. De ahí el título de la novela.
Antonio Priante ha elegido para este intercambio de ideas una forma bastante curiosa pero que ya había demostrado dominar con sobrada soltura: la novela epistolar. Separados los dos personajes, solo hay posibilidad de comunicarse por carta. Priante ya había utilizado esta técnica con bastante éxito en su novela Lesbia mía, protagonizada por Catulo y a la que se hacen algunos guiños. Lo determinante de la comunicación epistolar es que, a diferencia del diálogo, que permite la réplica instantánea, no da pie a un diálogo verdadero. Es cierto que hay un intento por convencer al otro y, en cierta manera, atraerlo hacia su causa, pero no hay predisposición alguna por parte de ambos de dejarse persuadir, siquiera un ápice. Salta a la vista que transitan ya por sendas paralelas que jamás volverán a cruzarse. Como si quisieran justificarse, van desgranando las circunstancias personales que les han llevado al punto en el que están. El análisis político e histórico que hace Ausonio es especialmente extraordinario, teniendo en cuenta que jugó un papel muy relevante en el gobierno del emperador Valentiniano y, más tarde, en el de su heredero Graciano. Los dos amigos hacen un repaso por las figuras políticas y religiosas más importantes de su época, mostrando a las claras el enrevesado entramado de poder y credo que acompaña al cristianismo prácticamente desde sus comienzos (la novela tiene el acierto de incluir al final un glosario con los nombres de los personajes históricos que aparecen en la historia).
La ciudad y el reino, como muchas otras novelas de Priante, tiene la habilidad de dibujar con pulso firme el retrato de una época compleja a través de sus protagonistas, y lo hace de una forma honesta y verosímil. Tiene la capacidad de abrir en canal personalidades y mostrarnos sus intereses e inquietudes, sus anhelos y sus desvelos. ¿Qué mejor forma puede haber de entender un momento histórico? Pero es que además plantea cuestiones que lejos de circunscribirse a unas circunstancias concretas, las de los siglos IV y V d.C., pueden extrapolarse a la actualidad. La ciudad y el reino a los que alude Ausonio, lejos de haberse derrumbado y sepultado bajo el torrente del tiempo, como el glorioso Imperio romano, perviven y existirán mientras lo haga el hombre. Esto es, quizá, lo más grandioso que pueda darnos una novela y, en general, el arte: un pedacito de eternidad.
No hay comentarios