Aunque los ojos le desbordan de lágrimas, Camila me sostiene la mirada. Sabe que es el fin, pero ¿sabrá también que agonizará durante días? Cuanto más me acerco, más nítidos se vuelven los recuerdos de mi familia de clase alta, de mi infancia repleta de lujos, y de lo mucho que sufrí al llegar a la pubertad. En el colegio, por el acoso de mis compañeras, tuve que refugiarme en mi mundo interior.

Cuando cumplí quince mi padre me organizó una gran fiesta: alquiló el salón de uno de los hoteles más lujosos, y entonces abracé por primera vez la mirada de un chico que me gustaba. Un año después me besó. Fue un momento feliz, mi estomago no dejaba de hacer ruidos emocionantes. En la universidad me fue mejor, porque ahí encontré a mis amigas. Una de ellas me presentó a Darío. No olvido aquella tarde en su casa. Nos reunimos a estudiar, pero no pudimos evitar perdernos en una conversación mágica. Un silencio apareció de la nada pero no duró mucho: se rompió cuando él me dijo que nunca había conocido a una chica como yo. Se acercó y me acarició la mejilla, la besó y luego saboreó mis labios con ternura. Un año después vivíamos juntos.

Una noche, al salir de una reunión con amigas, caminé por una calle oscura y fue entonces que apareció el monstruo: se me abalanzó con un movimiento brusco y me golpeó en la mandíbula; al caer sentí el gusto de la sangre y de las lágrimas, pero no dije nada, sólo lo miré con intensidad.

Se acercó y me golpeó con un odio extremo. Sentí forzar su cuerpo dentro de mí, y un frío del metal al penetrar la carne. En el hospital abrí los ojos unas pocas veces. Recuerdo ecos de conversaciones y el llanto de mi madre. Sentí una ira corrosiva: hubiese querido destruir al monstruo, pero ya no tenía fuerzas y me rendí.

Desperté desnudo en brazos de mi madre. Ella nunca había querido un hijo y no tardó mucho en decirme cuánto me odiaba. A mis cuatro años me abandonó y terminé en un internado cuyo director, un sádico, abusó de mí hasta hacerme considerar el suicidio. A los catorce escapé y después sobreviví como pude. A los quince apuñalé a un chico en el abdomen. No fue mi intención pero él se resistía. Al llegar a la escondite, vomité. Le conté al jefe lo que había pasado. Hoy te convertiste en hombre me dijo. Con el tiempo aquello se volvió un trámite, algo que hacía no por gusto sino como parte de la vida. Sólo quería lastimar con saña al monstruo que me lo había quitado todo. Nunca creí que volvería a verlo pero una noche apareció: ella salía de una reunión con amigas y para mi suerte se internó en una calle oscura. Me acerqué y la golpeé en la mandíbula. Ahora la ira me consume, y aunque los ojos le desbordan de lágrimas, Camila me sostiene la mirada. Sabe que es el fin, pero ¿sabrá también que agonizará durante días? Mi mente se aclara y ahora sé que ella conoce su destino y que su ira también será mi fin.

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