Caminando por entre las lindes de la actual Avenida de Gijón, miro con asombro esas lánguidas ramas que caen hacia abajo como añorantes de la superficie terrestre,han renunciado a tocar el cielo y prefieren volver a ese acogedor telurismo que las vio partir ansiosas de poder.
Trascurren los minutos y continuo divagando a través de este largo paseo,rememoro casi sin querer,aquellas tardes de innombrable cadencia del tiempo,que pasé en casa de la abuela Piedad.La misma mujer,que inadvertidamente,deseaba emular a «La Piedad»de Miguel Ángel y, que sacrificada y contrita,sostenía entre sus brazos a un niño frágil,inconsistente,aislado de las potencias violentas del mundo exterior,como era yo.
Al tiempo, y en el transcurso de esta caminata de anochecida por las veredas de esta avenida, recuerdo los paseos que por aquí mismo tuvieron lugar, en la compañía de una enigmática mujer, cuyo nombre prácticamente no recuerdo, de tan lejana y remota que se me antoja.
Todavía hoy, dudo si era alguien real o, por contra, una ideación neurótica, una proyección de algún síntoma sin procesar,alero de una necesidad sin posibilidad de aflorar al consciente.
Estos árboles y estos ramajes desnudos por lo abrupto del invierno castellano,me recuerdan también,que en casa de la abuela, acuclillado y reconcentrado sobre mí mismidad, encontré unos libros de Juan Ramón Jiménez, y como la lectura ensimismada de sus versos despertaron en mi la misma triple sed que él debió de padecer a lo largo de su vida: sed de belleza,sed de conocimiento y sobre todo, y por encima de las dos primeras, una sed insaciable de eternidad.
«Desvela mirar el parque lleno de almas,a la música triste que viene en el aire»
Y embebido en la contemplación de estas ramas tan parduscas, de vida contemplativa y severa, alcanzo a preguntarme el porqué de mi ansia de eternidad, como si quisiera aventajar al éter en premura y en conocimiento, y el porqué de esta coincidencia con el poeta Juan Ramón Jiménez.
«En la luna hay algo que sufre,entre un nimbo divino de plata: hay algo que besa los ojos y que seca, llorando, las lágrimas.»
La luna mira el silencio de los rendidos con inmensas piedades de santa -nos dirá Juan Ramón-. Será la luna, acaso, símbolo de la eternidad? Serán los rendidos, posiblemente, aquellos que renunciaron a la eternidad, por tanto, a la vida y no a la mera existencia? Quién sabe, quién puede conocer las tramas y los hilos que se forjarían en la conciencia de un poeta pensante y peripatético como él.
Pero quién era Juan Ramón Jiménez?. Eternizada pregunta, tanto en cuanto, la respuesta es ardua y compleja.
De todos es sabido que nació en una pequeña población del interior de la provincia de Huelva, llamada Moguer a finales de un atormentado siglo XIX,al menos en lo que a la Península Ibérica se refiere. La miseria y la falta de vertebración social y cultural era moneda común en una España que se iba desangrando lentamente ante la progresiva pérdida de sus colonias, el caciquismo político y la ineficacia administrativa.
Siempre he creído que la visión de tan extendida miseria convirtió a Juan Ramón en poeta, en honesto sintiente del dolor ajeno y del propio.
Ya en la edad adulta,viaja hasta Madrid,reclamado por Villaespesa y Rubén Darío para luchar por el «Modernismo», que es una corriente de ideas, cultural y literaria claramente decantada hacia el incorformismo con todo lo que oliera a burguesía y con grandes impulsos renovadores en las formas, los fondos y las estéticas creativas.
Este movimiento se ve alimentado por jóvenes escritores que se sienten fuera de lugar, con sensación de apartamiento y que profesan abominación y rechazo a una vida y un entorno que no comprenden, que les resulta vacío y famélico.
Les caracteriza, igualmente, un desapego por lo material y -como reacción- buscan afanosamente la belleza, lo exquisito, el exotismo, la maravilla, la sensorialidad extrema.
«Cuando estalló el beso triste, ya en tus últimas acacias, junto al camino que un día no acabó nunca tras de los ramajes lacios, se iba anunciando la luna.
¿Te acuerdas? Un polen de oro, sobre la campiña mustia,tocaba la pena sola de la colina, isla ruda; y a lo lejos, soñolientas, temblaban, verdes, las luces de Nerac, entre la bruma».
El modernismo estuvo claramente influenciado por las corrientes francesas del Parnasianismo y el Simbolismo. El parnasianismo es una reacción antirromántica, frente a la poesía centrada en la efusión de las emociones humanas y las preocupaciones filosóficas, se yergue una poesía purificada del emotivismo romántico, más diáfana y encumbradora de la belleza formal.Tales serán las características del Parnasianismo y su inmediato sucesor en el tiempo, el Simbolismo.
El parnasianismo recibe su nombre de la publicación escrita en la que escribieron los más destacados componentes de esta tendencia literaria,«Le Parnasse contemporain». El simbolismo,en cambio, es una escuela creativa que se constituye unos años más tarde,cuando se publica «Le Manifeste symboliste»,continuista en cierta manera del parnasianismo,pero aderezado de un fuerte idealismo poético.
«Está tan puro ya mi corazón que lo mismo es que muera o que cante.
Puede llenar el libro de la vida o el libro de la muerte, los dos en blanco para él, que piensa y sueña.
Igual eternidad hallará en ambos.
Corazón, da lo mismo: muere o canta».
Juan Ramón vive en Madrid hasta que estalla la guerra en 1936, y a partir de ese momento emprende un viaje que le lleva a vivir en distintos países de América como un Odiseo cualquiera, como si su vida hubiera sido guionizada por el mismo Homero al cavilar como sería la vida de un poeta del siglo XX, con atributos de extrema sensibilidad o hiperestesia a sus espaldas y rasgos de heroísmo lírico acompañándole en su iniciático peregrinar.
En 1951 da por concluida su particular y homérica odisea,instalándose en Puerto Rico de la mano de la Universidad de aquel país. En 1956 le anuncian la concesión del Premio Nobel de literatura, pero, caprichos del trágico destino,este coincide con la enfermedad y posterior muerte de su compañera del alma, Zenobia Camprubí.
Zenobia fue una escritora,militante feminista y traductora. Llegó a traducir veintidós volúmenes de la obra del poeta hindú Rabindranath Tagore, manteniendo así mismo, una intensa actividad pedagógica y cultural en diferentes frentes. Conoció a Juan Ramón Jiménez durante una estancia en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1913 y finalmente se casaron en 1916. Desde aquel momento no se separarían jamás hasta la muerte de esta.
«No es fulgor, no es ardor, y no es altor lo que me da de ti lo que te adoro, con la luz que se va; es el oro, el oro, es el oro hecho sombra: tu color.
El color de tu alma; pues tus ojos se van haciendo ella, y a medida que el sol cambia sus oros por sus rojos y tú te quedas pálida y fundida,
sale el oro hecho tú de tus dos ojos
que son mi paz, mi fe, mi sol: ¡mi vida!»
Una de las características más acusadas en la persona y la poesía de Juan Ramón,es su profundo subjetivismo, que en nada tiene que ver con el que profesaban los autores románticos del XIX,sino que nos remite a la eterna insatisfacción del poeta y a la búsqueda de un ideal de sí mismo,alejado de cualquier narcisismo,pero ideal a fin de cuentas. El «yo» al que aspiraba llegar era la ideal imagen de su ser:
«Yo no soy yo. Soy éste que va a mi lado sin yo verlo; que, a veces, voy a ver, y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo, el que perdona, dulce, cuando odio, el que pasea por donde no estoy, el que quedará en pie cuando yo muera» (Eternidades).
Otra de las cuestiones que llaman la atención es aquel su famoso llamamiento «a la inmensa minoría», como pretendiendo establecer condiciones de acceso a su poesía,una suerte de elitismo de un poeta encastillado en su torre de marfil, inaccesible, elevado sobre el suelo como un espíritu, como escritor desencarnado.
«¿Necesité yo, acaso, de algún vivo en la vida?»
Sin embargo, si alguien se siente tentado a pensar que Juan Ramón podría sentir algún tipo de desprecio por esa inmensa mayoría o por el mundo, se equivoca de plano, puesto que en absoluto, sus palabras o sus versos pueden ser interpretados como signo de una orgullosa soledad o apartamiento definitivo del mundanal ruido. El poeta y la poesía -y esto lo puedo decir con conocimiento de causa- vivimos de continuo en una dualidad trascendente, compatible y necesaria, el apartarnos del mundo para una creación productiva, pero al mismo tiempo, el ansia continua de volver a él con tal de vivir con humanidad, de la humanidad y para la humanidad.
«¡Soledad! ¿Soledad?
¡No! Tierra, no eres nada nuestro,
no somos nada tuyos;
eres extraña, extraños somos; solos somos, sola eres!
Y eso otro que nos acecha, feo, desde la infinita extrañeza solitaria,
escondiéndose entre astros, mitad negros, mitad rojos…»
A lo largo de su vida,el poeta sufrirá un encadenamiento de depresiones nerviosas, causadas seguramente por su intensa actividad literaria junto a su condición de eterno exiliado, de apátrida involuntario. Esta hipersensibilidad le condujo a ser internado en varios hospitales para ser tratado de su intensa melancolía en Washington y en el Johs Hopkins Hospital de Baltimore. Juan Ramón era un poeta que no temía hablar de la muerte ya que la propia vida es un principio de muerte y él mismo la vio de cerca, se revolcó junto a ella. Solo sobrevivirá dos años a Zenobia, muere en Puerto Rico en 1958…En su epitafio se puede leer: «Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando..» El viaje definitivo al que en tantas ocasiones cantaría:
«Sólo turban la paz una campana,un pájaro….
Parece que los dos hablan con el ocaso.
Es de oro el silencio. La tarde es de cristales.
Mece los frescos árboles una pureza errante.
Y, más allá de todo, se sueña un río límpido que, atropellando perlas, huye hacia lo infinito….
¡Soledad! ¡Soledad! Todo es claro y callado…
Sólo turban la paz una campana, un pájaro…
¡Parece que lo eterno se coge con la mano!»
Aquí, detenido en esta Avenida de Gijón, muy cerca de mi casa, observo con pasmo y melancólico hieratismo, esas lánguidas ramas, esas espesuras de impenetrable fondo, arracimadas en torno a lo más incognoscible, recordándonos que debemos morir, que nuestra vida es una navegación de punto final; y es entonces, cuando recuerdo a tantas y tantas personas que ya se fueron, que mimados por la barca de Caronte, atravesaron esas tenebrosas aguas de frontera y siguen viviendo apaciguadas el algún lugar inmaterial. Estos ramajes alicaídos me recuerdan a mamá, a esa amiga que desapareció sin dejar rastro y que ya nunca volverá, presa de un tóxico insalvable, a las mujeres-hada que ya no se encuentran. Me recuerdan, en definitiva, a ese poeta de sentimiento panteísta, y que yo descubriera tempranamente entre los libros del aquel pequeño saloncito en casa de la abuela, llamado Juan Ramón Jimenez.
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