Ilustración de Alberto Juan

La primera vez que morí estaba en un ensayo. Practicábamos la escena final, mi personaje sería estrangulado por enésima vez y el actor que interpretaba al asesino era famoso por su temperamento. En los ensayos anteriores había llevado la actuación al extremo, aunque hasta entonces nunca había cruzado la raya, pero esa vez fue distinto: en sus ojos, vi que el fuego de la ira lo había dominado. Me odiaba, y estaba decidido a quitarme la vida, no lo supe hasta que fue tarde.

Sus manos alrededor de mi cuello se contraían, se me cortaba la respiración y el sentido de las cosas se desvanecía pero no perdí el conocimiento sino que, por el contrario, puede ver más allá de la vida. Liviano, llegué a ver como mis ojos se ponían blancos. Ya sin miedo ni desesperación, ahora sentía el regocijo de mi asesino, el orgasmo divino de quienes juegan a ser Dios. Testigo de la escena, sentí la preocupación y el pánico de todos al ver lo que pasaba.

Podía ver a través del alma de los espectadores, sentir sus emociones como vibraciones musicales.  Cuanto más me alejaba, más puntos de vista podía absorber. Primero cientos, luego miles. Fui el hombre que vendía las entradas del teatro y sentí su cansancio y devoción; fui la mujer que cruzaba la calle con su hijo y sentí su ansiedad por llegar a casa; fui el primer hombre que caminó erguido, y el primero en pisar la superficie de Marte. Fui  un genocida y también sus víctimas. Fui el primer hombre y el ultimo. Exhalé el último suspiro de la Humanidad. Sentí la agonía de una especie a la vez que me regocijaba con su nacimiento.

Las vibraciones eran cuerdas cuyo compás podía alterar, y es lo que hice durante una eternidad que duró apenas una fracción de segundo, hasta que decidí volver y ser el hombre que me estrangulaba. Alteré sus vibraciones, hice que me soltara y me vi caer. Comencé a reanimarme y a darme respiración boca a boca hasta hacerme reaccionar. Pero ocurrió algo extraño: aún veía a través de los ojos de quien me había quitado la vida para luego devolvérmela. No sabía cómo volver a mi cuerpo, y si yo no estaba allí ¿entonces quién? Moví las cuerdas para que mi nuevo ser rompiera una ventana, tomará un vidrio y se lo clavara en el cuello. Se desangró pronto y eso me liberó de las ataduras de la carne. Ahora era un niño que jugaba con sus amigos en un parque de otra ciudad, de otro país, de otra era. Y volví a hacer el cambio pero una vez más caí en el cuerpo equivocado. Ya no sé por cuántos cuerpos he pasado pero no me rendiré. No me rendiré aunque que me lleve toda la eternidad.

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