Que la literatura sobrepasa los límites de la propia literatura es algo que la realidad nos demuestra una y otra vez. Personajes como Drácula, Frankenstein, Sherlock Holmes o Peter Pan han sobrepasado las fronteras de su condición literaria y han sido rediseñados por el imaginario colectivo hasta darles la forma que hoy en día tienen. Otro de esos ejemplos es Pinocho.
Escritas por Carlo Collodi entre 1882 y 1883, Las aventuras de Pinocho muestran a un personaje que tiene muy poco que ver con la imagen que Disney nos vendió en 1940, como ha ocurrido con muchas de las historias que han versionado. De hecho, cuando Collodi ideó su libro en un primer momento ni siquiera pensó que estuviera enfocado a un lector infantil. Eso explica la violencia y la barbarie que contienen sus páginas (que, por otra parte, no es ajena a los cuentos de hadas clásicos): en un momento determinado la marioneta de madera es ahorcada de una encina como castigo por sus muchas travesuras; Geppetto, su creador, acaba en prisión; Pepito Grillo es aplastado contra una pared; convertido en pez casi lo fríen en una sartén y convertido en burro un músico, que quiere arrancarle la piel para hacer un tambor, le ata piedras al cuello y lo ahoga en el agua, aunque en ese momento los peces se comen su carne y el esqueleto, que sigue siendo de madera, vuelve a convertirse en Pinocho.
Pero a pesar de ser la más popular, la de Disney no ha sido la única adaptación libre que se ha hecho del personaje, demostrando su inagotable plasticidad. Desde la versión que hizo Bill Willingham para la serie Fábulas, del sello Vertigo, hasta el futurista Pinocho de Winshluss (no hay duda de que el personaje encaja bien con la estética futurista, que la vimos también en el cine de la mano de Pinocho 3000 y, en muchos aspectos, en A.I. Inteligencia Artificial), pasando por un desquiciado Pinocho cazador de vampiros. Quizá una de las versiones menos conocidas, porque tiene un halo de obra menor, sea la de Lucas Varela, Paolo Pinocchio.
Y digo menor porque Paolo Pinocchio no nació directamente con vocación de obra completa, sino que el personaje se fue desarrollando poco a poco a través de diferentes historietas que Varela fue publicado en revistas como Estupefacto, Matabicho o Fierro. La idea para explorar las posibilidades de este personaje surgió en 2003, en una ilustración que el dibujante hizo para un artículo sobre la mentira. Como parecía que el muñeco podía dar mucho juego, Valera comenzó a idear diferentes historias, con cierto denominador común. Paolo Pinocchio, un ser amoral, egoísta en extremo, manipulador maquiavélico y mentiroso patológico, es condenado una y otra vez a quemarse en los tormentos del infierno a causa de sus maldades, y una y otra vez consigue escapar haciendo gala de sus admirables artimañas.
No hubo en ningún momento por parte de Lucas Varela intención de seguir un guion sólido ni premeditado, sino que más bien las aventuras y desventuras del personaje se van sucediendo de una forma un tanto anárquica. Teniendo en cuenta que el ilustrador siempre había trabajado siempre con algún guionista (con Carlos Trillo, con Diego Agrimbau, con Alejo Valdearena, con Marcelo Birmajer o con Gustavo Sala) y que esta es su primera obra en solitario, se podría pensar que esa falta de hilo podría ser una limitación más que otra cosa, que esta obra fuera una mera excusa para el lucimiento gráfico, pero lejos de eso, Varela consigue construir un universo completamente original, con un atractivo que va más allá del dibujo, o que más bien se ensambla con este en una simbiosis perfecta, formando las dos caras de una misma moneda.
Varela mantiene en todo momento el tono paródico, con guiños constantes a los cuentos de hadas, con los que Pinocho guarda tanta relación, y a obras literarias en las que el infierno tiene un papel relevante, como la Divina Comedia de Dante. El resultado es un infierno a la manera cristiana que es de risa, con demonios que provocan más la carcajada que el temor. El protagonista, a pesar de tener una falta de escrúpulos absoluta, resulta tremendamente carismático, hasta el punto de que hace que nos encariñemos con él. Quizá sea porque en el fondo sabemos que no es tan malo, que solo es un pícaro, o porque nos sentimos identificados con esas constantes ansias de libertad, que hacen que se agudice su inteligencia y su ingenio. En cualquier caso, Paolo Pinocchio admite tantas lecturas distintas que puede incluso entenderse como una crítica a la sociedad moderna.
En cuanto al apartado gráfico, es probablemente el aspecto que más destaque a primera vista. Se nota que Varela se ha empapado bien de los artistas que mejor han representado visualmente el infierno, desde El Bosco hasta Gustave Doré. Los guiños a ambos son constantes, prácticamente como si se hubiera volcado al formato cómic el infierno de El jardín de las delicias. La ambientación es excelente: Existe una especie de horror vacui que hace que Varela cuide hasta el más mínimo detalle de cada viñeta. El espacio más diminuto es aprovechado para dibujar un demonio o alguna enrevesada arquitectura infernal. Eso hace que Paolo Pinnochio sea un espectáculo para la vista, que hará que nos detengamos a contemplar y admirar cada viñeta mucho más tiempo del que lleva la lectura de los bocadillos.
Afortunadamente, Dibbuks tuvo a bien recoger todo el trabajo que hizo Varela con este personaje en un tomo que publicó en 2011. Aunque en España apenas hayamos podido disfrutar de su talento, trabajos como este demuestran que Lucas Varela es uno de los mejores dibujantes e ilustradores argentinos del momento, sobre todo gracias a su estilo personal, que mezcla realismo y caricatura.
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