Nicolás estuvo a punto de desaparecer, pero al escuchar sus pensamientos supo que aún existía. Le habían dicho que viajaría treinta y cuatro años hacia atrás por lo que en teoría iba a tener doce. Y habría estado bien: hubiese podido hablar y moverse, lujos que ahora le resultaban distantes. No dejaba de preguntarse si los demás fetos serían conscientes del martirio que él sufría. Quizás todos los seres humanos pasaban por la misma tortuosa experiencia que luego olvidaban para evitar el trauma. O quizás él era el primer ser humano con plena consciencia de la agonía de nacer. No sabía cuánto faltaba: en esa húmeda prisión de carne era imposible medir el tiempo. Notó que aún no tenía dedos en los pies por lo que calculó unos meses más, pero no importaba porque de todos modos se le hacía eterno. Sonrió con amargura al recordar las frases seductoras con las que le habían vendido el viaje: «volver a ser joven», «vivir de nuevo», «engañar a la muerte», palabras que perdían sentido a medida que la angustia le quemaba el pecho y la garganta. Lo insoportable no era tanto la claustrofobia, sino los sentimientos lacerantes. No pasó mucho hasta que la obsesión de vivir por siempre fue vencida por la agonía del espíritu, y fue entonces que Nicolás comprendió el verdadero significado de la libertad. Con un dolor intenso, la mujer confirmó de pronto su peor temor: un aborto espontáneo. Jamás supo que durante seis meses había llevado en su vientre a un hombre cuya ambición de ser inmortal lo había traicionado.
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