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En alguna ocasión hemos hablado del poder que tiene la palabra escrita. Y la poesía, a pesar de su supuesto halo de torre de marfil, no es una excepción. Un poder al que los dictadores no han sido ajenos. Stalin, Mao o Radovan Karadžić la escribían, Pol Pot recitaba a Verlaine y Mussolini veneraba a Gabriele d´Annunzio. Muchos de ellos, intuyendo el peligro que podía suponer, la prohibieron y los poetas fueron encarcelados, torturados, asesinados o enviados al exilio.

En 1964 Joseph Brodsky fue juzgado en Leningrado, a la edad de veintitrés años, acusado de ser un parásito social. En ese momento, en la Unión Soviética, todo adulto estaba obligado a trabajar hasta jubilarse. Cuando Brodsky le dice al juez que es poeta y que escribir poemas es un trabajo como otro cualquiera, este le responde preguntándole si puede mantener a su familia con los ingresos que percibe de esa actividad y si está siendo útil para la patria.

Algo parecido ha ocurrido recientemente en la India cuando la poeta Parul Khakhar escribió un poema en el que se lamenta por las muerte ocurridas durante la segunda ola de la pandemia de coronavirus titulado «Shav-vahini Ganga» («Ganges, el portador de cadáveres»). En él advierte que ya no hay más sitio en los crematorios y que el país se ha quedado sin nadie que porte los féretros, ni gente que llore a los muertos, ni lágrimas. La reacción no se hizo esperar: un periódico financiado por el gobierno la acusó de sembrar el caos en la India y de usar la literatura con malas intenciones. Recordemos que el gobierno decidió adelantar el festival hindú de Kumbh Mela, lo que hizo que más de nueve millones de peregrinos se agolparan en el Gangés, en su mayor parte sin mascarilla, convirtiéndose en el evento con más propagación de toda la pandemia.

El poema de Khakhar ha dividido a la población de la India entre los que creen que la poeta no debería entrometerse en cuestiones políticas y los que defienden la libertad de expresión en todos los sentidos, incluso aunque sea a través de la poesía. La respuesta de Khakhar ha sido todo un ejemplo de autocensura: ha eliminado su perfil de Facebook, ha rechazado cualquier entrevista y ha escrito un poema titulado «No hablarás».

Para otros poetas la situación fue mucho más dramática. Miklós Radnóti escribió sus últimos poemas antes de que lo llevaran a un bosque húngaro en 1944 y le dispararan en la cabeza. Nâzım Hikmet pasó casi dos tercios de su vida en prisión y exilio. En España, Federico García Lorca o Miguel Hernández fueron asesinados por oponerse al régimen de Franco y a muchos otros como Luis Cernuda o Rafael Alberti se les condenó al exilio. Wole Soyinka fue acusado de conspirar con los rebeldes de Biafra y encarcelado y aislado durante dos años, prohibiéndole leer y escribir. La lista de poetas encarcelados es larga: Dareen Tatour, Tran Duc Thach, Stella Nyanzi, Ahnaf Jazeem, Varavara Rao, İlhan Çomak, Ashraf Fayadh. El último golpe militar de Myanmar ha encarcelado a más de treinta poetas y ha matado a cuatro. Los poetas uigures continúan recluidos en campos de internamiento chinos. Se sospecha que la inteligencia rusa intentó envenenar a un poeta, y en Irán, los poetas han sido azotados por difundir propaganda e insultar lo sagrado.

En su ensayo «Contra la poesía», Adam Zagajewski defiende que la poesía tiene dos objetivos: dar forma a nuestra vida interior y vigilar la historia, «reflexionando sobre las progresivas o rápidas metamorfosis de nuestra civilización». La poesía, pues, nos obliga a hacer balance. Desde esa perspectiva, sí tiene sentido considerar a Joseph Brodsky un parásito, que es por lo que fue acusado. De alguna manera, los poetas son pulgas incómodas, que se aferran con tenacidad a la piel del gobierno y al difundir sus atrocidades a través de sus versos provocan su malestar, haciendo gala de su libertad de expresión. Y ya lo dijo George Orwell, famoso por sus críticas al poder: «la libertad de expresión es decir aquello que la gente no quiere oír».

Fuente: The Guardian.

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