La valía de los submarinos como arma de guerra quedó demostrada el 22 de septiembre de 1914, cuando el sumergible alemán U 9 atacó y hundió tres cruceros británicos en el Mar del Norte. Los aliados desarrollaron entonces la táctica de la navegación en convoyes, escoltados por destructores y cruceros. La guerra submarina alcanzaba así su mayoría de edad.
A poco de llegar al poder en Alemania, en 1933, Adolf Hitler comenzó a planear el reinicio de la construcción de submarinos, prohibida por el Tratado de Versalles de 1919. Contaba para ello con un cuerpo de ingenieros navales bien preparados, numerosos obreros competentes y un nutrido acervo de conocimientos previos. En junio de 1935 Alemania firmó un tratado naval con los ingleses que le permitió poner en marcha la construcción de nuevos submarinos.
El cerebro alemán detrás del programa submarinista era el almirante Karl Doenitz, quien había sido capitán de submarinos en la Primera Guerra Mundial. Doenitz estaba convencido de que los sumergibles podían intervenir decisivamente en una futura guerra, y que su número era el factor decisivo, por lo que preconizaba la construcción de una gran flota de ellos.
En 1937 el almirante alemán realizó maniobras en el Mar del Norte con los nuevos unterseebooten para poner a prueba sus teorías. Entre otras tácticas, redujo la distancia de ataque a quinientos metros, para así obtener mayor rendimiento de los torpedos. Inicialmente se utilizaron torpedos de percusión, que explotaban por contacto directo. Más adelante se desarrollaron los de espoleta magnética, que podían estallar debajo del barco atacado.
Los alemanes construyeron así el submarino tipo VII, que acabaría por convertirse en el más construido de la historia. Desplazaban entre 700 y 900 toneladas. Tenían dos motores diesel de 1400 caballos de fuerza cada uno para navegar en superficie y otros dos eléctricos de 750 caballos cada uno para navegar sumergidos. El plan alemán consistía en tener cien unidades para 1942, pero la guerra estalló en septiembre de 1939 y Doenitz disponía por entonces de sólo treinta. Sin embargo fueron suficientes para poner en serios aprietos a la navegación inglesa.
El 14 de octubre de 1939 el U 47, al mando del teniente Gunther Prien consiguió una resonante victoria. Prien consiguió colarse en la base naval inglesa de Scapa Flow, hundir el acorazado Royal Oak mediante una salva de torpedos y salir sin ser detectado. El Almirantazgo inglés, que tan solo dos años antes había considerado que los submarinos no podían representar peligro alguno para la Royal Navy, quedó estupefacto. Los ingleses se vieron obligados a dispersar su flota entre diferentes puertos y a reinstaurar el sistema de convoyes.
La caída de Francia proporcionó a los alemanes nuevos puertos sobre el Atlántico, con lo que el radio de radio de acción de sus sumergibles se amplió. Con la ayuda de aviones de largo alcance, que podían observar los desplazamientos de los convoyes mercantes aliados, sus cacerías se incrementaron.
Mientras tanto, los aliados organizaban convoyes de hasta cuarenta barcos, formados en cuatro filas y rodeados de escoltas. Obligados a regular su velocidad hasta equipararla a la del barco más lento, navegaban zigzagueando por todo el Atlántico.
Tras Pearl Harbor y la entrada de los estadounidenses en la guerra, Hitler envió a sus submarinos a aguas americanas. Los “lobos grises”, como se los llamó, se posaban en el fondo y subían a la superficie durante la noche. Se acercaban tanto a tierra que en ocasiones podían ver las luces de los puertos. En los seis meses siguientes, con tan solo doce submarinos, los alemanes hundieron 2,5 millones de toneladas de barcos. Los que quedaban ardiendo en llamas podían verse desde las playas. A tal punto se volvió fácil la cacería de los unterseebooten, que usaban a los lentos petroleros para hacer práctica de tiro. Los “lobos grises” se daban un festín en las narices de los estadounidenses.
Al aumentar la cantidad de submarinos disponibles, Doenitz los llevó al medio del Atlántico, donde los aviones de largo alcance de los aliados no podían llegar. Allí implementaron la estrategia conocida como “manadas de lobos”. Cuando un submarino divisaba un convoy, comunicaba la posición a otros submarinos. Una vez reunidos esperaban a que anocheciera. Entonces, rodeaban al convoy y lo atacaban. Con esta táctica, los sumergibles alemanes hundieron 445 barcos durante 1941, perdiendo solamente 38 de sus unidades. La masacre era tal que los empleados contables de la aseguradora Lloyds de Londres debían trabajar horas extras para calcular las pérdidas.
En 1942 los alemanes botaron el submarino tipo XIV, apodado la “vaca lechera”, que podía transportar hasta 400 toneladas de provisiones. Estas unidades se empleaban para reabastecer de combustible, alimentos y municiones en alta mar a otros submarinos.
La vida a bordo de los sumergibles era especialmente dura, mucho más que en cualquier otra embarcación. No había espacio libre, puesto que hasta el último rincón se utilizaba para cargar provisiones y pertrechos. Los marineros apenas podían ducharse, dada la escasez de agua. Sólo había camas para la mitad de los tripulantes, por lo que cada uno se turnaba con un compañero para descansar. El encierro, la falta de espacio, la escasez de aire puro, la necesidad de circular en silencio, el esfuerzo que imponían las patrullas y las tensiones de los combates, representaban una dura prueba psicológica para los submarinistas. El capitán desplegaba sus mayores esfuerzos en la conservación de la integridad psíquica de sus subordinados. Cuando concluían sus misiones, los submarinos eran recibidos en sus puertos con festivos actos, aunque los mayores deseos de sus tripulantes eran ducharse y afeitarse.
Durante 1942, con 397 unidades en actividad, los “lobos grises” de Doenitz hundieron 1094 cargueros. Pero lentamente el curso de la guerra submarina comenzó a cambiar. Desde mayo de 1941 los británicos habían perfeccionado un radar naval de superficie que detectaba a los submarinos con mayor precisión. El aumento de la cobertura aérea aliada obligó a los unterseebooten a permanecer más tiempo bajo la superficie, con lo cual su andar se hizo más lento. Las estaciones de radio, trabajando mancomunadamente, localizaban las transmisiones que hacían los líderes de las “manadas de lobos” y despachaban destructores a la zona para esperarlos. Las cargas de profundidad se perfeccionaron y se emplearon para rodear y acosar a los submarinos, obligándolos a emerger.
Hacia marzo de 1943 el escenario de la guerra marítima en el Atlántico había tomado otro cariz. En abril de ese año los aliados hundieron 15 submarinos, y al mes siguiente enviaron al fondo del mar nada menos que 42 “lobos grises”. A partir de allí, los submarinos alemanes quedaron a la defensiva.
Con la implementación masiva del radar en buques y aviones, los alemanes se vieron obligados a mantener sus naves en inmersión. En el verano de 1943 implementaron el snórkel, un tubo que permitía a los sumergibles tomar aire manteniéndose bajo la superficie. Pero la utilización del snórkel no era sencilla, puesto que permitía también la entrada de agua. Además, los aliados construyeron radares que detectaban incluso la pequeña punta del tubo. Las pérdidas alemanas continuaron en ascenso durante el resto de ese año y el siguiente.
En junio de 1944 la marina de Estados Unidos capturó el U 505 y así obtuvo los libros de códigos de mensajes que empleaban los sumergibles para comunicarse. Era el golpe final. El 4 de mayo de 1945 el almirante Doenitz irradió su última orden para los “lobos grises”: debían salir a superficie, izar una bandera negra y entregarse al enemigo más próximo.
Alemania perdió un total de 785 submarinos durante la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad, el hallazgo de algunos de sus pecios nos recuerda el lugar que en su momento tuvieron en la historia militar.
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