
Imagen vía Pixabay.
«Adquirir el hábito de la lectura y rodearnos de buenos libros es construirnos un refugio moral que nos protege de casi todas las miserias de la vida», escribió W. Somerset Maugham. No puedo estar más de acuerdo. Me llamo Alejandro y soy un amante de libros incorregible. Pero como muchos de los de mi especie, en ocasiones me veo en la tesitura de deshacerme de parte de mi alijo.
Recientemente nos hemos mudado a un piso nuevo. Mi hija ha cumplido un año y el anterior, de un solo dormitorio, se nos había quedado pequeño. En principio deberían ser buenas noticias: un piso más grande significa más espacio para libros. Sin embargo, parece que mi colección casi ha tocado techo. Todas las estanterías están ya llenas, lo que obliga, si sigo alimentándola, a colocar libros en posiciones imposibles o a comprar una nueva estantería. La segunda opción es solo cuestión de convencer a mi mujer de que todavía quedan huecos en las paredes del salón quitando el sofá y el televisor, o encajarla en la entrada, combinándola con el recibidor que todavía no tenemos. Ahora bien, cada vez que meto una estantería nueva en casa tengo que lidiar con el horror vacui de verla vacía y con la ansiedad de ir llenándola y saber que los libros que caben en ella son limitados y que pronto estaremos en las mismas. He de reconocer mis limitaciones. Al fin y al cabo, por muy bucólico que me parezca, ni soy Umberto Eco ni tengo espacio para levantar una antibiblioteca.
Mi colección de libros en realidad son dos. Primero están los libros que fui consiguiendo en mi infancia y mi adolescencia. Casi todos ellos se quedaron en casa de mis padres. Después está la colección que hice cuando me fui de casa de mis padres, que empezó con algunas cajas de los que ya tenía y que ha ido creciendo hasta cuadruplicar o quintuplicar mi biblioteca juvenil. Ahora que me planteo la posibilidad de compartir con mi hija lecturas que me han hecho feliz, quiero que muchos de los libros de la primera colección pasen a la segunda, sobre todo tebeos. De momento solo he hecho un cálculo aproximado de lo que eso supondría y creo que de momento una estantería más podría ser suficiente.
Por ahora las negociaciones para introducir nuevas estanterías en casa no han dado frutos. Mi mujer ha sido bastante expeditiva: si quiero añadir libros tendré que deshacerme de otros. Puedes comenzar con los libros más antiguos y que todavía no hayas leído, me sugirió, apostillando con una vieja máxima que nos acompaña a los amantes de los libros como una maldición: «Si no los has leído en [introdúzcase aquí una importante cantidad de años], es que probablemente no los vayas a leer». Pero así funciona el síndrome de Diógenes de los libros. Este lo guardo por si acaso algún día me da por leerlo. Ese día, por supuesto, nunca acaba llegando, aunque para eludir la culpabilidad de vez en cuando no está de más echar mano de alguna antigualla de la pila de pendientes.
En un intento por allanar camino, mi mujer me propuso otras opciones. Por ejemplo, hacer una lista provisionalísima de los libros que menos querría conservar. Por supuesto, es más fácil decirlo que hacerlo. Siempre me ha gustado estar rodeado de libros. Cuando tengo tiempo libre me encanta perderme en librerías o en bibliotecas. No es solo que los libros puedan llevarte a mundos lejanos o ayudarte a comprender mejor el mundo en el que vives, es que la frase de Maugham resuena como un mantra del que es imposible desprenderse. Renunciar a cualquiera de ellos es como pedirme que renuncie a un amigo.
Puede que exagere. Siendo realistas, es cierto que hay libros que no aportan nada a mi biblioteca. Libros que sé que no voy a leer en la vida. Ni en un millón de vidas. Además, los libros son solo objetos, sin más. Si echara de menos cualquiera de ellos, siempre podría volver a conseguirlo, en una librería o en una biblioteca. ¿A quién quiero engañar? Aún así, no es fácil. Y pensar que hay personas que los dejan en cajas junto a los contenedores de basura, como si fueran cachorros abandonados en un refugio de animales, mientras otros somos capaces de rebuscar en contenedores de papel en busca de algún tesoro.
Creo que la única alternativa que veo posible es tratar de seguir adelante con las negociaciones y tratar de meter una o dos estanterías más en casa. Pero siento, en el fondo, que pase lo que pase esta es una batalla perdida y que lo único que conseguiré es posponer el momento en que tenga que desprenderme de una parte de mi colección. Emilio Ruiz Parra lo describió como nadie en su poema «Los otros libros»: «Confieso que los libros / han terminado siendo mi peor enemigo. / Me asaltaron la casa, y han llegado / a hacerla inhabitable. / Comenzaron / apareciendo mansamente: yo mismo los traía, / bajo el brazo, amoroso, y los dejaba / encima de la mesa, para después: / para la cena, para el desayuno… / Los colocaba, en pie o tumbados, / en aquellas, entonces, pequeñas librerías. / Pero fueron creciendo. Desbordando su habitat / exigiéndome más y más estantes. / Y hoy viven –creo que viven la mayor parte de ellos– / en los lugares más insólitos: / en la cómoda antigua, en la mesilla / de noche, y aun debajo de la cama / aunque no estén allí escondiendo vergüenzas / o un culposo abandono. Simplemente / esperan.»
No hay comentarios