Hace algunas semanas vi el documental El dilema de las redes sociales (The social dilemma, 2020). En él se nos advierte de la adicción que crean estas redes, controladas por un algoritmo, una inteligencia artificial cuyo objetivo es que el usuario se mantenga conectado el mayor tiempo posible. Se hablaba de cómo los usuarios sienten la necesidad de tener siempre su móvil cerca, de comprobar los mensajes una y otra vez, de la necesidad, como una dependencia emocional, de conseguir likes.
Por otro lado, ayer conocí la inesperada decisión de Simone Biles en los Juegos Olímpicos celebrados finalmente este año en Tokio. Por lo visto, tras cometer algunos errores en dos de sus ejercicios, decidió abandonar y no participar en la final por equipos de gimnasia artística, explicando que no quería seguir y que tenía que concentrarse en su salud mental.
No podía creerlo, y entonces leí que la gimnasta dijo lo siguiente: “Hubo un par de días en los que todo el mundo te tuiteaba y sentías el peso del mundo.”
Me pregunté si ella leía todos los tuits que recibía, me parecía imposible, pero por otro lado sí me parecía probable que, con solo leer varios (o muchos) de ellos cada día, pudiera sentirse en cierto modo bloqueada tras cometer un error.
En El dilema de las redes sociales se nos muestran gráficos que revelan cómo la inteligencia artificial ha ido creciendo exponencialmente durante las últimas décadas, y lo que en esos gráficos se podía ver de un simple vistazo es una velocidad de vértigo.
Es sencillamente imposible que podamos seguirle el ritmo a esa inteligencia artificial. Prácticamente nadie que sea popular en las redes sociales tiene tiempo para leer todos los mensajes que recibe. Me pregunté ayer, cuando supe esta noticia, cuándo podía Simone Biles tuitear, y me pregunté cómo es posible que personas como deportistas de élite puedan dedicar quién sabe cuánto de su tiempo a enviar y recibir mensajes en las redes.
Por supuesto, habrá varios factores que hayan llevado a la gimnasta a tomar esta decisión. Pero la presión social se ve agravada, intensificada, por el uso de las redes sociales. Es cierto que también a través de ellas ha recibido mensajes de apoyo, pero, ¿hasta que punto esa ingente cantidad de usuarios debería estar opinando en tiempo real sobre un trabajo para el que, por otro lado, es necesaria una gran entrega y concentración?
La inteligencia artificial, la que algunos pensaron que iba a trabajar por nosotros, nos mantiene más ocupados que nunca. Incluso una gran gimnasta, alguien que tendría ese espíritu de lucha y resistencia en los momentos más difíciles, parece haber sentido demasiada presión. Esta tecnología podría ser un aliado, pero no sabemos utilizarla. Somos los seres dependientes de la aprobación social gestionada por un algoritmo. Somos los seres imperfectos que nunca serán tan rápidos, que apenas dispondrán de tiempo para contrastar noticias. Somos los seres que han creado una tecnología que, de seguir este camino, hará que nos sintamos obsoletos.
Hoy estuve hojeando una enciclopedia que tengo en casa sobre los Juegos Olímpicos y los deportes. Leí sobre Jesse Owens, el atleta afroamericano que logró cuatro oros en Berlín en 1936, algo que se alejaría, claro, de las pretensiones del partido nazi de que fuera la denominada raza aria la gran vencedora en los Juegos.
También estaba el etíope Abebe Bikila, corriendo descalzo, consiguiendo el oro en el Maratón en Roma en 1960, veinticuatro años después de que Italia invadiera su país. Y ganando otra vez en Tokio, en 1964, después de haber sido operado de apendicitis un mes antes de la prueba, y con un 90 por ciento de humedad que provocó que una neblina descendiera sobre el estadio.
Leí sobre Nadia Comaneci, vigilada constantemente por la Securitate, sometida por Béla y Márta Károlyi a un duro entrenamiento, y consiguiendo en Montreal, en 1976, el primer 10 de la historia en gimnasia artística con su ejercicio de barras asimétricas, señalado en el marcador electrónico con un “uno coma cero cero”. Ante la incapacidad del marcador, el juez sueco mostró sus diez dedos.
La inteligencia artificial aplicada a las redes sociales parece haber conseguido lo que no lograron ni la Securitate rumana, ni el partido nazi, ni una apendicitis inoportuna, ni condiciones climáticas adversas y a las que atletas provenientes de otros países no estaban acostumbrados. Habría logrado una gran herida en el espíritu olímpico. Y lo ha conseguido, además, mientras millones de usuarios parecen seguir necesitándola, mientras tantos de ellos piensan que si no estás en las redes sociales, prácticamente no existes. Podría considerarse, quizás, una forma de colonización. Y por lo visto somos adictos a ella. Para ese tipo de problemas hay soluciones, claro, pero, ¿cómo liberar de una adicción a más del 50% de la población mundial?
¿Y cómo liberar a los atletas, a los artistas y a un largo etcétera, de la presión de tener que estar ahí, presentes, siempre presentes, perdiéndose una parte importante de sí mismos, de estar consigo mismos, de contemplar sus propias vidas?
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