«Así que todo lo que ustedes han dicho en la oscuridad se dará a conocer a plena luz, y lo que han susurrado a puerta cerrada se proclamará desde las azoteas».
Lucas 12:3
Discurría un verano cualquiera, uno de tantos en los que durante las horas medianeras del día, se alcanza a escuchar el atronador canto de las chicharras y el calor se condensa en densas nubes de gas que arrebata,que fatiga, que es capaz de acogotar todo el maderamen de los huesos, acalambrar los músculos y hasta llegar a agostar lengua y paladar como si fueran los de un finado amortajado y todo.
El caso es,que a pesar de ello, me aventuré a coger un autobús de línea, de estos que serpentean por entre las más lejanas y remotas aldeas que se puedan imaginar, guaguas maltrechas que se baten contra los vientos mesetarios y las ráfagas punzantes de los riscos y las sierras, recogiendo a un variopinto conjunto de paisanos, campesinos, aldeanas, servidoras del hogar, artesanos, pequeños ganaderos, bohemios ruralistas, adoradores del dios Pan…. hasta llegar a un sinfín de figuras que al punto me parecieron tan familiares, algunas, como estrafalarias y propias de la Mancha profunda, las otras.
El recorrido del descalabrado autobús se me antojó interminable, carreteras comarcales, secundarias, terciarias, incluso del periodo cuaternario, fueron desfilando como santa compaña ante mi ajetreada mirada de asombro. Aquello no terminaba nunca, calculaba que habría salido de Quintanar de la Orden, en Toledo, a eso de las siete de la mañana, no habrían transcurrido más allá de cuarenta y cinco minutos y ya me parecía que hubiéramos atravesado cientos de mundos, con sus réplicas cada uno,sin contar con todas las dimensiones en las que se dividían cada mundo y cada réplica.
Nos dirigíamos a Cuenca, destino final de nuestro accidentado e inacabable viaje a través de las áridas y rojizas tierras de la Castilla más meridional.
Al llegar a la ciudad de las casas colgadas, me sentí un tanto desorientado al principio, ya que habían pasado demasiados años desde la última vez que mis pies se posaran en esa ecléctica, inquietante e imantada ciudad.
Visité bibliotecas, me interné en cada una de sus librerías, recorrí sus calles casi imposibles, por la pendiente en la que fueron trazadas y la irrealidad de su aspecto. Tomé todas las notas que me fueron posibles, escudriñando cada rincón y no atreviéndome a cruzar el espectacular puente de San Pablo, dado que mi vértigo innato o adquirido no me lo permitió.
El resultado de este viaje, en definitiva, lo resumiré en la historia que ahora pretendo contarles, la del conocido «Crimen de Cuenca», un crímen que no fue y un cadáver que jamás apareció.
Tenemos que volver la mirada a los inicios del siglo XX, en concreto al año de 1910. Osa de la Vega era un pequeño municipio de la provincia de Cuenca,situado en una pequeña depresión y a muy pocos kilómetros de Belmonte.
Un 21 de agosto de ese mismo año, José María Grimaldos, alias » el Cepa», después de vender algunas ovejas de su rebaño, desapareció sin dejar rastro entre los pueblos de Tresjuncos y el mencionado Osa de la Vega, donde tenía su domicilio habitual.
El llamativo apodo que con resignación cargaba José María obedecía a su corta estatura, de apenas un metro y medio y, según las malas lenguas del lugar, a su cortedad de entendederas.
El caso es que tras su desaparición, la familia de éste sospechó enseguida de sus dos compañeros de trabajo, el mayoral León Sánchez Gascón y el guarda Gregorio Valero Contreras. Ambos trabajaban en la misma finca que el Cepa y según su familia, le habrían asesinado, aprovechando su ingenuidad, para robarle el dinero ganado con la venta del ganado.
Se cree también que el hecho de que acusaran tan abierta y alegremente al mayoral y al guarda de la finca, tendría que ver con las malas relaciones que estos mantenían con la familia de el Cepa, envidias, constantes enfrentamientos y enconadas rencillas eran moneda de uso corriente entre ellos.
A pesar de las acusaciones directas y, ante la falta de pruebas, el caso se archivó en 1911.
Pero los familiares de el Cepa siguieron abundando en sus acusaciones y, a fuerza de presionar a las autoridades, el caso fue reabierto dos años después. Para esta reapertura judicial se designó a un nuevo juez, Don Emilio de Isasa Echenique. Tanto el cura de Tresjuncos como el cacique local, abordaban siempre que tenían ocasión a don Emilio para instarle a que diera la orden de detener de inmediato a León Sánchez y Gregorio Valero.
Este sería el comienzo de una pesadilla que no podían ni imaginar. Durante varios días y con el fin de obligarles a confesar el asesinato, ambos fueron brutalmente torturados por agentes de la Guardia Civil, les propinaron palizas, les arrancaron las uñas, les sometieron a comidas sin agua y a base de bacalao sin desalar, les extrajeron dientes y vello facial, les ataban las manos al techo durante horas provocando el desgarramiento de las muñecas, les inmovilizaban desnudos y engrilletados a una silla y los agentes les golpeaban inmisericordemente con toallas previamente mojadas. Todo un catálogo de torturas en las que la benemérita se conducía con gran soltura y sadismo ,siendo una práctica habitual en aquella España donde un caciquismo cerril y atávico hacia de las suyas sin prácticamente oposición alguna.
Continuará……
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