Aunque la proyección temporal de Facundo, de Domingo Sarmiento, está casi fuera de discusión, la pregunta de por qué continúa interpelándonos a los argentinos no tiene una respuesta unívoca. El libro ha tenido, y tiene, numerosos reivindicadores y detractores, que se han pronunciado sobre él según los vaivenes de las distintas corrientes de pensamiento que se han sucedido en Argentina. Misma suerte corrió ese otro portento literario del siglo XIX argentino que es el Martín Fierro de José Hernández.
Facundo resulta difícil de calificar. Es tanto un ensayo sociológico, como un manifiesto político, un libro de geografía humana como uno de historia. Su autor no lo escribió pensando en encajarlo en alguna catalogación bibliográfica. El romanticismo de la época, en el que Sarmiento se inscribía, no era muy afecto a las definiciones tajantes entre géneros literarios. Además, las academias universitarias de entonces no se hallaban abocadas al levantamiento de tabiques disciplinarios. ¿Es acaso posible catalogar de un modo sencillo al Karl Marx de aquellos años? El autor de La ideología alemana y El manifiesto comunista, ¿era historiador, periodista, filósofo, economista, militante, o acaso una singular combinación de todo ello? En este sentido, Facundo puede verse como la producción de un erudito hispanoamericano del siglo XIX, que no está dispuesto a aceptar especializaciones desorientadoras.
Aunque ahora nos resulte extraño, hacia mediados del siglo XIX era impensable que un político no escribiera, o que un escritor no tuviera intereses políticos. Por entonces, ser escritor y ser político era más o menos lo mismo. Los integrantes de la Generación de 1837, en la que además de Sarmiento estaban Juan B. Alberdi y Esteban Echeverría, se consideraban tanto una cosa como la otra. Faltaba poco más de un siglo para que la pirotecnia verbal del posmodernismo literario introdujera devaneos como la muerte del autor, los significantes flotantes y otros similares. De modo consecuente, Sarmiento entendía que la literatura de ideas políticas era la única literatura posible en ese momento, y que la prensa tenía un papel decisivo allí. Recuérdese que Facundo se publicó como folletín en 1845 en el periódico chileno El Progreso, y que antes de ello Sarmiento había fundado el periódico El Zonda.
El sanjuanino parte del determinismo geográfico. La fusión del sujeto con el paisaje, su integración en una topografía, era también un tópico del romanticismo. En consecuencia, la geografía desempeñaba un papel fundamental en la definición de los rasgos sociales de los pueblos. “Lo que por ahora interesa conocer es que los progresos de la civilización se acumulan en Buenos Aires solo: la pampa es un malísimo conductor para llevarla y distribuirla en las provincias… Norteamérica está llamada a ser una federación, menos por la primitiva independencia de las plantaciones, que por su ancha exposición al Atlántico… Muchos filósofos han creído también que las llanuras preparaban las vías al despotismo, del mismo modo que las montañas prestaban asidero a las resistencias de la libertad… La naturaleza salvaje dará la ley por mucho tiempo, y la acción de la civilización permanecerá débil e ineficaz”.¹
En esa geografía Sarmiento inscribe su contraposición entre civilización y barbarie, eje fundamental de Facundo. La comparación entre Córdoba y Buenos Aires es el primer anuncio de la polaridad. Córdoba, geográficamente aislada y saturada de iglesias, solo se mira a sí misma. Buenos Aires, por el contrario, es cosmopolita. La capital argentina se mantiene vinculada a Europa, lo cual para Sarmiento supone el contacto con la única historia civilizada de la humanidad. En éste planteo, la Revolución de Mayo sólo puede atribuirse a la inspiración depositada en el Río de la Plata por el movimiento de ideas procedente de Europa. La ciudad-puerto tiene una misión histórica: redimir a la Argentina bárbara.
El progreso está en las ciudades. Allí se encuentran los ciudadanos de buenos modales, las instituciones de gobierno, las tiendas comerciales, las letras, la cultura, las tertulias literarias, el teatro y las escuelas. Es decir, lo que Sarmiento entiende por civilización.
Por el contrario, el espacio rural es el ámbito de la barbarie. Sarmiento lo llama “la campaña pastora”. Allí hay desgobierno, anarquía, abandono y atraso. Aunque se detiene en estudiar el mundo de los gauchos del interior, lo que Sarmiento escribe no debe confundirse con una literatura de los desplazados o marginales. Ni siquiera se aproxima a las caracterizaciones de compadritos y cuchilleros que haría luego Jorge L. Borges en sus cuentos. Sarmiento asocia la vida de los habitantes del interior argentino con la que llevaban los pueblos nómadas de la Europa Oriental, que no tenían residencia estable y cuyos medios de producción (el ganado) eran móviles. La pulpería se le antoja un equivalente a las reuniones que celebran los árabes, y el gaucho cantor le recuerda a un vate medieval que entona “rapsodias ingenuas”. La cultura resulta imposible en la campaña pastoril. De allí sólo pueden salir los bárbaros incultos, que forman montoneras feroces para acechar a la ciudad culta.
En esa campaña reinan caudillos temidos por sus pueblos. Sarmiento sostiene que Facundo Quiroga sólo puede inspirar temor en los gauchos y habitantes de la campaña, y que se sostiene en el poder a través de la corrupción y el favoritismo personal. En el esquema de Facundo, el pueblo sigue a sus caudillos porque les teme, no porque los considere capaces de liderar sus luchas.
Quiroga solo puede vivir y prosperar en La Rioja, que Sarmiento describe como un desierto polvoriento y pastoril, equiparable al Cercano Oriente. Allí, lo que el sanjuanino entiende como vida civilizada no encuentra arraigo. El orientalismo de Sarmiento, otro tópico de los románticos de su época, no es tanto un espacio geográfico como una categoría de pensamiento que se considera adecuada para una descripción social.
Pero la polaridad entre la civilización y la barbarie no es una originalidad de Sarmiento. La fórmula integra la base del dispositivo conceptual construido por el capitalismo colonialista del siglo XIX. Sarmiento no consigue traspasar el horizonte de un colonizado culto que pone su pluma al servicio de la ideología del colonialista. El sanjuanino es parte de una élite que se forma en el pensamiento europeo y se inviste de una misión: subsumir a la Argentina en el despliegue del capitalismo occidental decimonónico.
Consecuentemente, Sarmiento sugiere que Argentina debe importar de Europa y Estados Unidos absolutamente todo, desde las manufacturas hasta las instituciones y la vestimenta. Su desprecio por todo lo vernáculo es tan intenso como su adoración por todo lo extranjero. El encandilamiento del sanjuanino lo lleva a afirmar cosas como la siguiente: “el hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada, (…) el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses (…) ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña”.²
El determinismo sarmientino se extiende también a la historia. El autor de Facundo entiende que la barbarie que él denuncia será inexorablemente arrasada por fuerzas impersonales investidas de una misión de progreso. Del mismo modo, Juan Manuel de Rosas está condenado a caer para así permitir el despliegue de las potencialidades argentinas. Encandilado por sus visiones extranjerizantes, Sarmiento no alcanza a ver cómo está delineándose el mundo hacia mediados del siglo XIX. Ciego ante la acción del capital británico, no puede explicar por qué los telares de Córdoba, Tucumán y Salta han sucumbido bajo una avalancha de productos textiles importados. La historia en la que piensa Sarmiento es una historia de ideas antes que una de seres humanos, como evidencia en su célebre proclama de las ideas que no podían degollarse.
Facundo deja una gravosa herencia de dicotomías maniqueas que habrá de marcar la política argentina. Los términos antitéticos de civilización y barbarie están montados como una polaridad insalvable. No puede haber síntesis. La barbarie debe ser erradicada porque su integración en la Argentina es imposible. No hay leyes de la guerra para los gauchos del interior. Y puesto que no son sujetos de una guerra, pueden y deben ser aniquilados sin conmiseración alguna. Sarmiento aplaude el aplastamiento de las montoneras populares federales y el cruel asesinato del caudillo Ángel “El Chacho” Peñaloza en La Rioja. Los salvajes crímenes de los porteños llevarán a José Hernández a decir que el partido que pregona la libertad y el progreso en Argentina es un partido de asesinos.
Con Facundo, Sarmiento construye el mito que más habrían de cultivar las derechas argentinas: el de un país maldito e insufrible, cuyo despegue y desarrollo habría de truncarse eternamente por causa de un populacho salvaje. Cuando Borges dice, en la década de 1970, que los argentinos hubiésemos debido elegir Facundo en lugar de Martín Fierro como libro representativo, está diciendo que la barbarie argentina arranca con el libro de Hernández y desemboca en el peronismo. El ex presidente Mauricio Macri, quien carece del más mínimo interés por la literatura argentina, decía más o menos lo mismo cuando afirmaba que todos los males de la Argentina habían comenzado el 17 de octubre de 1945. Los alaridos más primitivos de las derechas vernáculas tienen en Sarmiento un formidable precursor.
¹ Sarmiento, Domingo: Facundo, Buenos Aires, Cántaro, 2005, pp. 56 y 57.
² Sarmiento, Op. Cit, p. 61.
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