Salvador Allende: una vida segada en La Moneda


«Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
Salvador Allende

Quería recordarle precisamente hoy, cuando se cumplen 48 años desde que un día las tropas de asalto fascistas le asesinaran en el Palacio de la Moneda de Santiago. Obviamente nunca le conocí en persona, pero siempre he tenido la extraña sensación de conocerle, de mantener un vínculo afectivo con él, ese hilo misterioso que algunos afirman que existe entre algunas personas, más allá de la separación física o temporal que pueda haber entre ellas.

Salvador Allende.
Salvador Allende.

Salvador Allende era una persona esencialmente buena y que supo utilizar los frágiles resortes de los que dispone un estado para hacer una sociedad más justa, mucho más equitativa, para redistribuir los medios económicos e instaurar valores humanistas en su país. Él se decía marxista, pero por encima de todo, humanista universal e internacionalista y por eso mismo la historiografía del sistema le ha despreciado y calumniado hasta la saciedad.

Yo creo más en las personas buenas que en los burócratas, los voluntaristas o los oportunistas que se arriman a la izquierda porque los suyos les rechazan o les consideran fracasados.

Es cierto que las personas que se significan políticamente al lado de los desposeídos pagan un tributo de dolor y de amargura, son incomprendidos por sociedades más preocupadas por amar sus cadenas y someterse a sus opresores que por comprender en toda su extensión el mundo en el que viven, pero ese dolor es tan dulce, tan reconfortante, es un vivero de conscientes luminosos, un arsenal de armas desintegradoras de tantas desesperanzas…

“Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!”.

Con esas palabras, Allende cerró su histórico último discurso.
Ahora mismo, mientras me encuentro aquí, sentado sobre el sofá, ya demasiado impregnado por esa melancolía que tan natural es en mí, sofocado y trabajado de tantas historias, de los diferentes colores de las auroras que desde este asiento de principio otoñal se pueden ver; intento buscar las palabras adecuadas, aquellas que te devuelvan al mundo sensible, poetizar los sentidos al máximo, derramar unas pocas lágrimas de rayo y de mantra, buscar entre mis estanterías algún grimorio digno de ti y que te pueda salvar de la muerte definitiva Salvador…cauterizar, disolver, no sentir ni padecer a los ausentes nunca más, a tantos ausentes que como tú, siento como pertenecientes a mi vida…

En estos momentos, solitario como casi siempre, aquí sentado, contemplando como una fuerza motriz desconocida encorva las ramas de los árboles que tengo frente a mí, y viendo pasar a espíritus pretéritos por las sendas paralelas al Canal de Castilla, puedo recordar aquella canción….

Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado, y en una hermosa plaza liberada me detendré a llorar por los ausentes. Yo vendré del desierto calcinante y saldré de los bosques y los lagos y evocaré en un cerro de Santiago a mis hermanos que murieron antes. Yo unido al que hizo mucho y poco, al que quiere la patria liberada, dispararé las primeras balas, más temprano que tarde, sin reposo, retornarán los libros, las canciones que quemaron las manos asesinas, renacerá mi pueblo de sus ruinas y pagarán su culpa los traidores.

Salvador, un minuto, un instante, una vida, un retardo de la muerte, una humareda blanca que se eleva hacia el cielo de Santiago, un caballear del pueblo por encima de la metralla fascista, eso es lo que siempre me pareciste.. un hombre bueno cuya vida fue segada por los homicidas de siempre, los habilitadores y perpetuadores de la ignorancia, los burócratas, los tibios y los no pensantes. Te añoro amigo mío, siempre sentiré como muy cercano ese invisibilizado vínculo de amor y rabia.

Tan sólo eras un hombre, apenas yo soy un hombre, y eso es precisamente lo que nos une.

Que puede deparar el destino a un hombre, sin el concurso de los demás, sin su cercanía, su atrevida donación, sin su ternura fisonómica y espiritual, sin la coalición de sus conciencias, sin el progresivo acercamiento de sus posturas.

Que sería de todos nosotros sin el amansador poder de la compasión, y Salvador Allende era un hombre compasivo, de porte senatorial y mirada de laberinto.

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