Los boletines de correos electrónicos son un poderoso instrumento o todo lo contrario. Permiten crear una lista fiel de suscriptores a los que venderles productos o servicios, pero por otro lado en muchos casos también se acumulan de forma incesante e interminable, sin abrir, en viejas direcciones de correo electrónico olvidadas. Prácticamente cualquier cosa que se venda se puede prestar a protagonizar un boletín y la literatura, por supuesto, no ha sido una excepción. Sin embargo, en los últimos años hemos visto como esta herramienta aplicada a la literatura ha discurrido por cauces inusitados con plataformas como Substack.

Lanzada en 2017, Substack permite a los escritores crear sus propios boletines y configurar diferentes niveles de suscripción para que los lectores accedan a ellos, combinando contenidos gratuitos con otros de pago. La plataforma comenzó en territorios más tradicionales como la prensa pero no tardó en dar el salto al mundo editorial. El matiz diferenciador con respecto a los modelos anteriores es que la monetización del servicio en lugar de provenir de la publicidad llega de las suscripciones, algo que, según la filosofía de Substack, permite una escritura más profunda, reflexiva e imparcial.

Aunque si algo ha supuesto un empujón definitivo para consolidar Substack como un servicio serio para monetizar la difusión literaria ha sido la decisión por parte de Salman Rushdie de utilizar la plataforma para publicar su última novela, llegando el escritor a hablar incluso de la muerte del libro impreso. Una apreciación que no deja de ser aventurada teniendo en cuenta que con toda seguridad la novela de Rushdie acabara tarde o temprano en los círculos editoriales tradicionales, como ha pasado con otros experimentos de autoedición digital de autores importantes como David Mitchell o Neil Gaiman.

Desde sus comienzos, la plataforma ha ofrecido avances a los escritores más prometedores, como medida de apoyo mientras crecían sus listas de suscriptores. Más tarde, esta práctica acabó formalizándose en Substrack Pro, donde escritores que cumplen con determinados requisidos, como es el caso de Rushdie, reciben una tarifa inicial para producir contenido a cambio de un porcentaje más alto de sus tarifas de suscripción durante su primer año de escritura. Los anticipios pagados, diferentes cantidades según el autor, no son demasiado diferentes de los que daría una editorial tradicional. Si a esto le añadimos otros servicios de la plataforma como servicios de diseño o asesoramiento legal, y que no se reclaman derechos de autor ni responsabilidades sobre el contenido producido, se puede considerar como un sustituto de la editorial tradicional.

Lejos de suponer una innovación radical dentro del ecosistema literario, servicios como Substack presentan algunas sombras que no hay que obviar. Para empezar, se podría pensar que este giro hacia un modelo de publicación más tradicional permite que un pequeño número de autores rentables permita la difusión de nuevos escritores, pero lo cierto es que más bien ha ocurrido lo contrario: las ganancias generadas por el trabajo de la mayor parte de los escritores se han usado para atraer a escritores más reconocidos. Pero mucho más importante es lo que ha puesto sobre la mesa el reciente abandono de la plataforma por parte del crítico y novelista trans Jude Doyle, que la filosofía inicial de Substack, que daba cobijo a escritores más marginados, ahora está centrándose en autores más reconocidos, sin importar su ideología, como se demostró con algunos casos en los que se utilizó la plataforma para difundir ideas anti-trans o fomentar el acoso.

Y en lugar de rectificar esas laxas políticas, los fundadores de Substack se amparan en que si el usuario no está de acuerdo con el servicio basta con darle al botón de cancelar la suscripción. Ciertamente, el enfoque de Substack puede no ser atractivo para todo el mundo, lo que explica que hayan aparecido otras alternativas, como Ghost, una plataforma sin ánimo de lucro, con un enfoque más decidido en la moderación de las ideas. De hecho, Substack no fue la primera plataforma que ofrecía este tipo de servicios: el camino fue allanado por TinyLetter, que fue fundada en 2010, pero que casi cerró hace dos años, lo que ilustra la naturaleza voluble del modelo. Lo único que parece estar claro es que el uso de los boletines por correo electrónico todavía es un experimento que todavía está en pañales y solo el tiempo dirá si será lo suficientemente sostenible como para quedarse.

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