Cuando se habla de El lobo estepario, a menudo se la define como una obra de iniciación. No obstante, nunca se termina de especificar en qué. ¿Iniciación a las artes? ¿Iniciación a la reflexión? ¿Iniciación a la madurez? Quizá, esta novela publicada hacia el año 1917 pueda definirse como una iniciación al ser humano, una aseveración que, tratándose de cualquier best-seller comercial pueda resultar jactanciosa y demasiado arriesgada. No obstante, si hablamos de esta obra del Premio Nobel de 1917, quizá muchos de nosotros entendamos que pueda tratarse de una aproximación justa e, incluso objetiva. Porque El lobo estepario, es un relato que nos habla a susurros sobre el concepto humano, tan complejo y difícil de abordar sin que se diluya en una masa de reflexiones abstractas e ininteligibles como si fuese agua entre los dedos.

Sí. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de estar en lo cierto, El lobo estepario, es una obra de iniciación al complejo y difuso conocimiento de lo que significa ser un ser humano. En su subtexto podemos encontrar revelaciones sobre el arte, sobre la política, sobre la filosofía. La magia de su pluma y la poderosa arquitectura metafórica que se entremezcla con una realidad cruda y plagada de ensoñaciones tiene un carácter evocador, nos deja el sabor de boca de aquellas revelaciones que, al escucharlas, ponen en funcionamiento algo dentro de nosotros que vibra y, sin saber muy bien cómo, nos dice ‘esto es cierto’, ‘esto es real’. Muchos, incluso, coinciden en que sus mensajes, tan solo han sido relatados con anterioridad por grandes maestros como Jesucristo o Buda.

Al igual que les ocurre a los fieles con La Biblia cuando descubren un crecimiento del relato acompasado a la ampliación de su capacidad de entendimiento, El Lobo Estepario es un discurso lleno de ecos que resuenan, cada vez de una forma distinta y que al releerlo, nos brinda nuevos mensajes codificados, nuevas revelaciones, nuevas lecciones que se reproducen a toda velocidad dentro de nuestro limitado campo de comprensión y que nos hacen alcanzar nuevas conclusiones sobre la dimensión más íntima y humana del mundo. A pesar de todo, a la hora de volver a releerla deambulando por sus páginas, tenemos la sensación de que no terminamos de arrancar todos los significados que se esconden detrás del negro sobre blanco. Pronto concluimos humildemente que, quizá, no son accesibles a nuestro grado de entendimiento y abandonamos su lectura con la promesa de regresar para desentrañar lo invisible al cabo de unos años, cuando la madurez y una nueva perspectiva del mundo sirvan para abrir la llave a espacios que, de momento, quedan ocultos a nuestra mirada.

Hermann Hesse se sintió especialmente influido por Jesús y Buda y posiblemente, su trabajo pueda entenderse como una poética transcripción de sus legados, relativamente más accesible y llana al común de los mortales de la era moderna. Por otra parte, la carga psicológica de su material narrativo puede entenderse como otra suerte de herencia de C. G. Jung quien, definitivamente, fue su maestro a este nivel.

¿Qué otra cosa es la creación en sí misma sino avanzar en el camino hacia la búsqueda de nuestra identidad? ¿Dónde se encuentra la fortaleza y la sagacidad de su relato si no es en la pura intención de aspirar a esta clase de creación? Él, junto a otros autores de su época, aspiraba a llegar a lo más profundo de sí mismo, a lograr ese conocimiento, esa sensación de pertenecerse a sí mismo.

El que recorre un camino de constante búsqueda espiritual como un propósito prioritario y consciente, de alguna manera, como Harry, el protagonista de esta historia, es un iniciado.

He leído esta novela en dos ocasiones, bastante separadas en el tiempo. La primera vez, con 18 años, recibí un impacto y en un punto en el que la idealización domina los esquemas del pensamiento, me llamó la atención, principalmente por la aproximación privilegiada que supuso al concepto de burguesía.

Y es que, para Hesse, la burguesía es refugio, pero, al mismo tiempo, una forma de muerte. Refugio, porque nos aleja del instinto y su potencial carácter corrosivo. Muerte, por la misma razón. Nos aleja del instinto y, en consecuencia, de la llama de la vida.

La burguesía es la antítesis del lobo feroz, es una especie de perro herido, asustado, domesticado (por la figura del Estado), encerrado (por el hermetismo necesario de la estructura social). Representa la rendición del ser humano ante su propia naturaleza autodestructiva, la negación de una parte de sí mismo que no puede ser asimilada, la negación del trauma inherente a lo que supone estar vivo. La burguesía es la seguridad. Un espacio de protección, neutro, que nos aleja del salvajismo y nos invita a acomodarnos en la idea de que es posible escapar a la muerte. Nos sirve como una fantástica herramienta para mentirnos a nosotros mismos y, si tenemos suerte, llegar a creernos dicha mentira.

Sin embargo, esa protección tiene un precio y, en muchas ocasiones, constituye la renuncia. Entre otras cosas, a nuestros propios recursos para sobrevivir. Una especie de acto que se basa en delegar y depurar responsabilidades y que, a un nivel más profundo, se sustenta en el miedo. A lo largo de la novela, también podemos entender la burguesía como una forma de comercio en la que el producto más codiciado es la comodidad, la falsa sensación de seguridad. En el intercambio, cedemos nuestro lobo para convertirnos en perro. Pasamos a ser burgueses, seres que prefieren no pensar demasiado, que optan por creer de forma autómata lo que un burgués debe creer, porque de lo contrario, no sería burgués. Cedemos la responsabilidad de cuidarnos a nosotros mismos para que el Estado nos cuide y, para ello, adaptamos nuestra forma de comprender cuanto nos rodea a un mantra que dirige nuestra vida: El término medio. El burgués no es extremista, no puede serlo. El término medio es la virtud. El extremo (la anarquía, el salvajismo, el instinto, la oscuridad), es muerte.

A otro nivel, el concepto de burguesía también representa cierta predisposición a ser buenos, civilizados, a hacer uso de la moral (entiéndase la moral como una construcción puramente burguesa y construida para garantizar el control o, mejor dicho, la sensación de control sobre lo que nos rodea). El perro, dentro de la dualidad, también representa el bien.

Pero en esta visión irremediablemente maniquea el concepto requiere, necesariamente, de su opuesto para poder existir y tener una pizca de sentido en nuestra minúscula conciencia. Sin luz no hay oscuridad. No tiene sentido la palabra oscuridad cuando es todo lo que existe, si no es para designar aquello que no es luz. Del mismo modo, el perro necesita al lobo para poder sobrevivir, para poder existir, para poder adquirir identidad propia.

En consecuencia, el lobo hace acto de presencia, tiene derecho a hacerlo. Debe hacerlo, porque de lo contrario, no existiría el burgués y… ¿qué sería del burgués entonces? ¿Qué sería de la humanidad y qué sería un ser humano sino un burgués manteniendo a raya a un lobo? El lobo debe existir, la maldad debe existir, el instinto debe existir, la oscuridad debe existir porque de lo contrario, no existiría el orden, no existiría el policía cuya razón de existir es precisamente atrapar al lobo. ¿Dónde quedaría el arte si todo lo que hubiese fuese burguesía? ¿Dónde quedaría el ser humano si todo lo que existe en su mundo, se redujese a una ciudad, al control, al automatismo?

De ser así, el arte, el alma, la necesidad de vivir, quedaría en un estado de depresión crónica, moriría, se caducaría. Trataría de autodestruirse, tal y como hace constantemente el protagonista de la historia quien, al tratar de huir de su lobo, se ve abocado al fin de su identidad. Sin lobo, no hay burgués. Sin instinto, no hay vida.

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