Moda de sombreros de pararrayos, aproximadamente en 1778 (Fuente).

La generación masiva de electricidad comenzó cuando, a finales del siglo XIX, se extendió la iluminación eléctrica de las calles y las casas. Gracias a sus grandes ventajas y sus crecientes aplicaciones, la electricidad fue uno de los motores fundamentales de la Segunda Revolución Industrial. Sin embargo, ya desde mediados del siglo XVIII hubo un interés generalizado por este fenómeno. Desde antes incluso de 1750 comenzaron a hacerse exhibiciones públicas que implicaban el uso de la electricidad. En 1945, la revista Gentleman´s Magazine escribía que tales fenómenos se consideraron tan sorprendentes que incluso «los príncipes estaban dispuestos a ver este nuevo fuego que un hombre producía de sí mismo y que no descendía del cielo».

La primera persona que se aventuró a electrizar a hombres fue Stephen Gray, miembro de la Royal Society, que ideó el famoso experimento del niño volador. Se trataba de un niño suspendido de un techo con cuerdas de seda, que estaba conectado por los pies a un generador electrostático. Esto creaba una carga en el cuerpo del niño que atraía pequeños trozos de papel y otros objetos ligeros o que le permitía pasar las páginas de un libro sin tocarlas con sus manos electrificadas.

Otros experimentos y demostraciones requirieron la participación del público. El fabricante de instrumentos y filósofo natural francés Jean-Antoine Nollet realizó experimentos con botellas de Leyden, en la que varias personas se ponían en fila, se tomaban de la mano y recibían descargas simultáneamente cuando la primera tocaba la botella. William Watson, por su parte, realizó una variación de este experimento a mucha mayor escala, conectando una botella de Leyden a un cable de más de 350 metros, tendido sobre el puente de Westminster.

Otra de las experiencias más curiosas fue la realizada por el electricista alemán Georg Bose bajo el extravagante nombre de «Venus Electrificata». Se invitaba a una dama del público a subirse sobre un taburete aislante, donde recibiría una pequeña descarga a través de una máquina de fricción. A continuación se invitaba a un caballero a intentar besarla, solo para ser dolorosamente rechazado por una descarga eléctrica.

Todo este entusiasmo condujo a una extraña moda en el París de 1770: los sombreros con pararrayos para damas, adornados con un hilo metálico conectado a un cable que se arrastraba por el suelo. La más que dudosa teoría era que el cable llevaría un rayo al suelo sin causar dañó a la persona. Jacques Barbeu-Dubourg, discípulo de Ben Franklin, también aplicó ese concepto a un paraguas, que estaba rematado con una vara de metal y que arrastraba un cable plateado para transportar la carga.

Joyas eléctricas de Gustave Trouvé (Fuente).

Dejando a un lado estas rarezas, la moda eléctrica se propagó sobre todo a mediados del siglo XIX, con la llegada de las baterías en miniatura. Su inventor, Gustave Trouvé, no perdió tiempo en utilizar su creación en la joyería. En la Exposición de París de 1867 presentó toda una serie de broches con baterías de bolsillo, de los que solo sobrevive un alfiler de calavera cuya mandíbula castañeaba. Pero el catálogo de Trouvé está repleto de joyas eléctricas intrigantes, muchas de ellas destinadas a espectáculos teatrales. Uno de esos espectáculos tuvo lugar en los teatros Victoria, donde varias mujeres adornadas con luces brillantes se dispusieron formando un candelabro viviente. Otro de esos espectáculos estaba protagonizado por Loie Fuller, una bailarina que se hizo famosa en la década de 1890 utilizando la luz eléctrica para lograr diferentes transformaciones.

El mundo de la moda tampoco fue ajeno al frenesí eléctrico. Se elaboraron vestidos completamente cableados de arriba a abajo y que se encendían cuando se pisaba una placa de cobre, y también joyas eléctricas, iluminadas por electricidad. Los cinturones galvánicos fueron particularmente populares y en Londres era posible encontrar vendedores de anillos galvánicos por las calles. Algunos tenían realmente una leve carga eléctrica, pero en otros casos simplemente se untaba con pimiento picante para imitar el cosquilleo de un artículo genuino. De hecho, esta locura eléctrica proporcionó un terreno fértil para el timo, como ocurrió con el renombrado charlatán James Graham, autoproclamado especialista en salud sexual. Graham abrió su templo del Humen en 1781, cuya pieza central era la Cama Celestial, que según él podía ayudar a las parejas con problemas matrimoniales y de fertilidad. Su remedio se basaba en la electricidad estática. Según Graham, la atmósfera cargada hacía que los usuarios eyacularan fluidos más vigorosamente. El alquiler de la cama costaba 50 libras por noche y garantizaba la descendencia a sus clientes.

Todas estas representaciones no solo tenían como objetivo divertir sino que también se pretendía educar. Los instrumentos ideados y empleados en estas demostraciones se destinaron tanto al entretenimiento como a la investigación, sin olvidar, por supuesto, el diseño. La electricidad fue recorriendo un largo camino desde los chispeantes juegos de salones aristocráticos hasta llegar a un mundo cada vez más industrial y electrificado.

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