
Cubierta de Masquerade (Fuente).
Hace tiempo hablamos de El enigma de Caín, un libro de misterio que escondía un rompecabezas y que al poner todas las piezas en su sitio y encontrar la solución, el lector acertante podía reclamar un premio en metálico. Este tipo de libros, que implican una búsqueda con resolución de enigmas y una recompensa final, en realidad forman parte de un subgénero que se inició en 1979 con Masquerade, del artista Gloucertershire Kit Williams. Aunque El enigma de Caín no encaja exactamente dentro de este subgénero, ya que en él la búsqueda no es tanto exterior como interior; sin embargo, en los libros en los que hay una caza de tesoros, después de resolver una serie de pistas (que pueden ser desde símbolos astrológicos, masónicos o rúnicos hasta anagramas o crucigramas crípticos, pasando por problemas lógicos, hechos históricos o folclore), hay que ir literalmente a desenterrar ese tesoro a algún sitio.
Es lo que pasó con Masquerade. El libro, que vendió más de un millón de copias en su día, estaba formado por pinturas que escondían claves que revelaban el paradero de un tesoro de verdad: una liebre dorada de dieciocho quilates. Este libro dio lugar a búsquedas del tesoro por parte de lectores de todo el mundo, movidos tanto por ser los primeros en resolver el enigma como por el valor del premio. Infinidad de jardines fueron cavados y muchos de sus propietario se vieron obligados a colocar carteles pidiendo a los cazadores que no entraran en su propiedad. Finalmente, la liebre dorada fue desenterrada tres años después, en un parque en el condado de Bedfordshire, aunque la historia no terminó ni mucho menos ahí.
Masquerade cuenta la historia de Jack Hare, que perdió una joya que le fue encomendada para entregarla al sol de parte de la luna. La joya real parecía salida de un cuento de hadas: había sido creada a mano por el propio Williams y tenía incrustaciones de rubí y nácar. Durante los casi tres años que permaneció escondida solo dos personas sabían dónde estaba: Williams y el presentados de televisión Bamber Gascoigne. Este último había sido elegido como testigo por el editor del libro, Tom Maschler, para acompañar al autor a enterrar el tesoro, colocado dentro de una caja de cerámica para evitar que fuera descubierto por detectores de metales. Sobre la caja se grabó la siguiente frase: «Soy el guardián de la joya de Masquerade, que está esperando a salvo dentro de mí para ti… o para la eternidad». El lugar había sido elegido por Williams dos años antes, mientras estaba de picnic con su pareja de entonces y el lector suspicaz solo sabría llegar hasta allí si conseguía resolver una serie de complejas pistas que se encontraban en las pinturas.

Una de las ilustraciones de Masquerade (Fuente).
El problema es que esas ilustraciones permitían infinidad de interpretaciones. Pero esto no desanimó a lectores de todo el mundo, que trataron de resolver el misterio. La primera edición se agotó en unos dos días. Incluso una aerolínea vendió pasajes de Masquerade hacia el lugar donde supuestamente estaba enterrado el tesoro y que incluían una pala gratis. Williams pasó de ser poco conocido a convertirse en una estrella mediática.
Entre todas las pistas, solo había una que conducía a la solución correcta. Había que dibujar una línea desde el ojo de cada uno de los seres de las quince pinturas, a través de las manos o de las patas, hasta una letra en el borde. Esto revelaba una serie de palabras que en acróstico daban la ubicación: «Cerca de Ampthill». El tesoro aguardaba escondido cerca de un monumento dedicado a Catalina de Aragón, justo en el lugar donde una cruz daba sombra durante el equinoccio de primavera y otoño.
Los profesores de física Mike Barker y John Rousseau tardaron casi tres años en descifrar el código pero cuando lo lograron el tesoro ya había sido desenterrado. El hombre que supuestamente encontró primero la liebre de oro era un solitario cazador de tesoros llamado Ken Thomas, que se negó a mostrarse en público. En 1988 se supo que Thomas era un seudónimo utilizado por Dugald Thompson, que vivió con la exnovia de Williams. Finalmente la liebre se vendió en una subasta y pasó a manos privadas, desapareciendo durante más de dos décadas. Williams, desilusionado por la manera en la que se había conseguido la liebre, desapareció de escena igualmente. Años más tarde, en 2009, la liebre y Williams se reencontrarían con motivo de una exposición.
Solo un año después, en 2010, volvemos a encontrar otro hito en la literatura de la búsquedas de tesoros. Un anticuario llamado Forrest Fenn enterró un cofre con objetos raros y valiosos en las Montañas Rocosas y ocultó las pistas en un mapa y en un poema al final de sus memorias, tituladas The Thrill of the Chase. Fue una búsqueda controvertida desde el principio, porque los cazadores comenzaron a desenterrar partes del parque nacional. Se sabe que al menos cinco hombres murieron mientras lo buscaban, cayendo por grietas o perdiendo el control de sus balsas. En el punto álgido de esta búsqueda se decía que había unas 350.000 personas tras la pista del tesoro. La casa de Fenn fue allanada en varias ocasiones.
Dan Barbarisi, autor de un relato sobre la búsqueda del tesoro de Fenn, hace una interesante reflexión sobre lo atractivo de este subgénero en un mundo en el que estamos hiperconectados y sobreestimulados de información. Este tipo de libros representan una época en la que la información era muchísimo más difícil de conseguir. Están llenos de romanticismo y de misterio, como el mapa del tesoro que hay que descifrar y no como unas simples coordenadas que con un GPS te llevan a un punto exacto. No es simplemente el interés en el premio, sin más. Hay quienes echan de menos esa sensación de no saber, la dificultad de la búsqueda, la satisfacción del descubrimiento y la sensación de triunfo de haber alcanzado un conocimiento gracias al esfuerzo.
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