Familia Joad. «Las Uvas de la Ira» (1940).

«Para mí, una de las señales de sentirme en casa es no sentirme como en casa, no sentirme satisfecha. Una vez comienzas a criticar y cuestionar la situación, sabes que te sientes en casa. Y me cuestiono y deseo cambiar las cosas», dice Azar Nafisi en su novela «Leer Lolita en Teherán», una obra en la que protagonista, Azar, a través del análisis de clásicos de la literatura -James, Fitzgerald, Emily Bronte, por ejemplo- les otorga a sus alumnas el sentido crítico para rebelarse contra las humillantes imposiciones de una dictadura teocrática que busca anularlas constantemente. «Puedes perder tu hogar en una guerra o en una revolución (…), en un terremoto, un incendio o un tornado, o sencillamente puede sernos arrebatada. Del único modo en que verdaderamente podemos conservar nuestro hogar de forma permanente es cuestionándolo y redefiniéndolo constantemente para mantenerlo vivo en nuestro interior. Puede conservarse mediante la memoria», escribe la escritora iraní. Su novela es una confesión solitaria del miedo y la angustia al saberse parte de un grupo que vive en un país que es constantemente hostil y que aun así considera su patria. ¿Cómo puede siquiera mantenerse esa contradicción?

Los seres humanos gustamos de echar raíces y vivir en comunidades cercanas, integradas, compartiendo labores y anécdotas en común, entendiendo lo que nos rodea a través de expresiones propias, de tradiciones y ceremonias que permiten grabar en nuestra memoria, y en la de las generaciones venideras -nuestros hijos, nietos- las razones por la cuales nuestro corazón queda anclado a ese pedazo de tierra en la que hemos dejado alegrías y esperanzas: la vida entera. Con el tiempo aprendimos también que más allá, quizá bajando la montaña, cruzando la selva, sorteando algún río, hay vecinos que cultivan las mismas emociones, que hablan el mismo idioma, que apuntan al mismo norte. Así, vamos conectando con aquellos con quienes guardamos ciertas coincidencias. No es perfecto, vaya, pero entendernos nos permite unificar fuerzas y mejorar nuestras condiciones de vida, desarrollarnos, cumplir nuestras expectativas y forjar un camino para nuestra descedencia.

Es así como una gran nación se constituye. Definimos límites, establecemos normas, ponemos un nombre y una bandera, le llamamos patria.

Pero la patria -y es la lección más grande que he aprendido con el tiempo- muchas veces se esfuma de nuestras manos y muchas otras veces nos da la espalda.

Álvaro Amenábar y Roldán, dueño de la hacienda Umay, en el norte del Perú, con la ayuda de jueces corruptos, la guardia civil y sus violentos caporales, expulsa a los habitantes de la comunidad de Rumi. «Váyanse a otra parte. El mundo es ancho», les dice el hacendado a los comuneros. Muchos de ellos huyen de la violencia, buscándose la vida en diferentes lugares del Perú, sufriendo todo tipo de inclemencias, maltratos, marginaciones, siendo siempre extraños en lo que se supone que es su patria: ese mundo ancho, pero siempre ajeno a ellos. Que los escupe, los humilla, los desplaza constantemente, les priva de derechos; que se burla de ellos, de su manera de vestir, de su forma de hablar, de su educación; los equipara con ganado, con bestias, incapaces de sentir, de tener motivaciones y sueños propios. Rosendo Maqui, el líder de la comunidad, muere tras una paliza propinada por la policía, acusado falsamente de ser un cuatrero. Benito Castro, el hijo adoptivo de Maqui, después de recorrer el país y ver las atrocidades decide reagrupar a su gente y formar una nueva comunidad, que es otra vez acechada por el hacendado Amenábar, colmando la paciencia de los campesinos que se rebelan y son brutalmente reprimidos por la policía, aniquilados bajo el fuego de ametralladoras.

«El mundo es ancho y ajeno» es una joya de la literatura peruana. Nos cuenta las penurias de un grupo de personas que pierden no solo su validez como ciudadanos, sino la propia dignidad. La patria, de pronto, se desvanece entre sus manos -si es que alguna vez la tuvieron-. El monumento literario escrito por Ciro Alegría nos permite ponernos en la piel de estos seres humanos, sentir la rabia acumulada por las injusticias, por las miserias a las que son expuestos simplemente por ser quienes son, sentir en su piel las balas, la muerte, la miseria. Personas que de un día para otro se convierten en un estorbo, una amenaza contra un status quo que no pueden comprender, y es esa opresión y maltrato lo que lleva a muchos de ellos a claudicar y someterse a una nueva normalidad en la viven mordiendo en silencio su desgracia, pero a otros los lleva a luchar, temerarios, pues sus vidas como tales ya no importan, solo la oportunidad de una vida más digna si no para ellos, para sus familias.

La descicha de los comuneros peruanos de Rumi nos recuerda entonces a la familia Joad y los otros grupos de campesinos estadounidenses que en los años 30 se trasladaron desde Oklahoma hasta California en un éxodo casi bíblico por la famosa ruta 66 norteamericana. Forzados por la sequía, las tormentas de polvo -el Dust Bowl y la presión voraz de los bancos, emprenden su camino en medio de penurias. Incomprendidos y desengañados del sueño americano, terminan siendo víctimas constantes del aprovechamiento y la explotación de hacendados y capitalistas. Los Joad y otros desplazados van muriendo por el camino hacia su tierra prometida, y quienes sobreviven, incluyendo el ex predicador Jim Casy, tratan de organizar un sindicato y participan en una huelga que termina siendo reprimida de forma violenta. «Las uvas de la ira» de John Steinbeck, narra la aniquilación total de la esperanza en una tierra que se denomina a sí misma «tierra de la libertad». La patria dándote la espalda, el sistema aniquilándote.

«¿Cómo podremos vivir sin nuestras vidas? ¿Cómo sabremos que somos nosotros si no tenemos pasado?», se lee en la novela de Steinbeck, una frase que la maestra Azar, Rosendo Maqui y la familia Joad guardan en común, que sostiene su lucha por pertenecer, frente a la indolencia de sus compatriotas, de sus líderes, quizá de quienes desde más allá de los límites de su patria se encogen de hombros y miran a otro lado para no perturbar su propia paz, esa paz que para aquellos marginados en esos rincones del mundo resulta una utopía en esa ausencia de vida que es la mera supervivencia, convertidos en una eterna diáspora.

Frente a la marginación y el silencio de lo vivido, la literatura se convierte en una herramienta de lucha. Sea Ciro Alegría y Jhon Steinbeck con sus personajes ficticios, pero tan humanos o Azar Nafisi recurriendo a los libros clásicos para salvar el espíritu y la mente de sus alumnas, la literatura se convierte en un recurso para hacer visibles a aquellos a quienes los gobiernos déspotas, las clases privilegiadas y la prensa servil ocultan y desprestigian, década tras década. Desde la soledad y la introspección que nos brinda el ejercicio de la lectura podemos, siquiera por un minuto, imaginarnos en la situación de aquellos despojados, sentir las manos atadas, la boca amordazada, el control constante.

«Una novela no es una alegoría sino la experiencia sensorial de otro mundo. Si no entramos en ese mundo, si no contenemos la respiración con los personajes, si no nos involucramos en su destino, nunca habrá empatía», escribe Azar Nafisi. En tiempos tan polarizados como los que vive el mundo entero -y mi país en particular- no puedo estar más de acuerdo con ella.

Comentarios

comentarios