Últimamente me llegan por todas partes noticias de IA usadas con los fines más diversos. Como si estuviéramos ya a las puertas de la anunciada singularidad tecnológica y todavía no acabáramos de darnos cuenta. Algunos conceptos, sin embargo, hace décadas que se vienen desarrollando. Si bien ahora una IA es capaz de pintar un cuadro basándose en una descripción hecha con unas cuantas palabras, el arte ha sido un ámbito pionero en la reflexión sobre la posible existencia de un tecnología que simule ser vida inteligente.
En su libro de 1983 Are Computers Alive? Evolution and New Life Forms, Geoff Simons se hace eco de una escultura cibernética llamada The Senster que Edward Ihnatowicz construyó en 1970 para Philips Evoluon. El dispositivo era una gran estructura electrohidráulica en forma de pinza de langosta con seis articulaciones que permitían una gran libertad de movimiento. Lo interesante es que el comportamiento impredecible del dispositivo hace que el observador sienta que la escultura está viva. Es como si el comportamiento fuera más importante que la apariencia para hacernos sentir que algo está vivo.
The Senster podía percibir los sonidos y poseía un radar que le permitía monitorear su entorno. Por ejemplo, reaccionaba al movimiento de las personas que estaban cerca, activándose los mecanismos que provocaban el movimiento en el dispositivo. El software tenía ciertas habilidades de aprendizaje y podía modificar el comportamiento de la máquina dependiendo de las experiencias pasadas.
Si hoy en día una persona podría percibir que The Senster está vivo, como si fuera un animal,imaginemos cómo debieron sentirse aquellos que estuvieron a esta escultura cibernética en la década de los setenta. Afortunadamente ese momento quedó registrado en vídeo.
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