
«The Whale». A24 films
Es imposible no sentir un remezón emocional al ver la película The Whale, de Darren Aronofsky, adaptación impecable de la obra teatral homónima escrita por Samuel D. Hunter. Es Imposible, sobre todo para quienes hemos lidiado con problemas emocionales y graves adicciones, no identificarnos con la complejidad del personaje de Charlie, un hombre que en su adultez acepta su homosexualidad y se enamora perdidamente, abandonado a su esposa y a su hija para establecer una relación con su amante, pero este termina suicidándose por la presión que ejerce sobre él la iglesia a la cual pertenecía.
Aplastado por la tristeza y por una profunda culpa, Charlie ha somatizado la destrucción de su mundo interior desarrollando una obesidad mórbida y una adicción al empacho compulsivo que está acabando rápidamente con su vida. Afectado por una insuficiencia cardíaca, Charlie sobrevive a la deriva, dictando un taller literario en línea en el que nunca prende su cámara, aislándose del mundo en su pequeño apartamento que se transforma en el claustrofóbico marco en el que se nos relata su historia. Lo acompaña Liz, una amiga y enfermera que se desvive en cuidarlo, pero que al mismo tiempo no deja de proporcionarle voluminosas raciones de comida chatarra para ayudarlo a sobrellevar aquella pérdida que lo ha lastimado.
Al darse cuenta de la inminencia de su muerte, el propósito de Charlie es retomar la relación perdida con su hija, Ellie, una adolescente conflictiva e iracunda, cargada de rencor hacía él.
Charlie es un personaje grotesco y a la vez tierno, repugnante y la vez carismático. Es el epítome de esos tonos grises que caracterizan a los seres humanos, donde todos cometemos errores, fallamos, herimos, perdemos y, en ocasiones, nos paralizamos. Charlie lleva años alejado del mundo y tiene varias heridas abiertas que no parecen cicatrizar nunca. Su dolor solo puede contenerse a través de la voraz y descontrolada ingesta de comida. Es tal su obesidad que apenas puede ponerse de pie o caminar sin ayuda de un andador o una silla de ruedas, su cuerpo deforme y mastodóntico se mueve con ritmo asfixiante por los estrechos pasillos del pequeño piso en el que sobrevive: las acciones más simples de su vida se han vuelto tan complejas por su condición mórbida que incluso dormir le resulta una tarea titánica.
Pero dentro de esa prisión monumental de grasa, sudor y carne hay una mente hábil y un corazón deseoso de redimirse. Charlie es consciente de que el tiempo juega en su contra. Busca su redención con su hija a través de un acto de amor. Él ya no interesa. Como única brújula para ese propósito, Charlie guarda un ensayo escolar escrito por su hija sobre una novela de Herman Melville. Una novela sobre una ballena épica.
La claustrofobia en The Whale es perturbadora. Todo el drama tensional ocurre en un ambiente cerrado. Hay un mundo fuera de esas paredes que no vemos, pero que sabemos que existe, que continúa impasible ante el tormento espiritual de Charlie. Los personajes que interactúan con él aparecen como sombras amenazantes y se materializan al entrar en su apartamento. Fuera de eso son seres difusos, no sabemos mucho mas de sus vidas que lo que concierne a su relación con el protagonista principal
En Moby Dick, la novela clásica de Herman Mellvile, ocurre lo mismo. Hay un océano ahí afuera, y todos los hombres dentro del barco van sufriendo los embates de sus divergencias y desacuerdos y arrastrados por la enceguecida sed de venganza del capitán Ahab, un hombre tiránico, empecinado en matar a la enorme criatura blanca que arrancó su pierna izquierda en una confrontación del pasado. Diversas culturas, realidades, y la necesidad de la tripulación tener que convivir en ese pequeño espacio, chocan en medio de la inmensidad del mar.
Los vínculos entre The Whale y Moby Dick me parecen magistrales: Ellie, la hija de Charlie, es el símil del capitán Ahab: una persona cargada de colera por aquello que perdió en el pasado que busca venganza. Charlie, en contraposición, es esa enorme criatura blanca que busca la librarse de los arpones de la sociedad, lastimando a quienes lo rodeaban, inocentes y culpables. No obra con maldad, sino en consecuencia a su naturaleza. En esa lucha, Charlie, al igual que la ballena de Melville, ha terminado lleno de heridas.
Pero a diferencia de Elli o el capitán Ahab, cuyo propósito es la venganza, Charlie lo que busca es la redención, a costa incluso de su propia vida. Nos enteramos que ha ahorrado todas sus pagas mensuales en una cuenta destinada a su hija, privándose del pago de un seguro médico y una atención de calidad tratamiento para tratar el problema que lo consume en aras de brindarle a ella un futuro próspero.
Lo interesante es que, aunque opuestos, ambos propósitos terminan arrastrándolos al mismo destino y provocando los mismos conflictos en la “tripulación” que navega con ellos. Ambas historias nos muestran que nuestras motivaciones, por más nobles o justas que parezcan, si parten del individualismo, siempre terminarán lastimando a alguien. Charlie, aunque grotesco, cautiva con su ternura; Ahab, con su carisma, retiene a sus marineros ofreciéndoles la gloria.
En The Whale vemos como la culpa nos vuelve prisioneros, nos vuelca al consuelo inmediato de las adicciones, al facilismo del olvido a través de placeres breves que necesitamos intensificar para contener una herida espiritual que día a día sigue supurando e infectándose, ya que sin el paliativo engañoso de nuestros vicios dolería aún más. En Moby Dick, el deseo de venganza nos arrastra a la cólera, al odio visceral, a creer que destruir aquello que nos lastimó zanjará la amargura que empoza nuestra alma. En ambos casos hay oídos sordos ante la razón: Charlie no escucha las advertencias de Liz y termina defraudándola; Ahab no escucha la sensatez del oficial Starbuck y termina arrastrando a toda su tripulación a la muerte.
En ambas obras es inevitable sentir la presencia de la derrota planeando sobre los personajes principales, tan obsesionados e irreflexivos en sus propósitos, tan consumidos por sus grietas emocionales.
Pero «El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado», es la frase cumbre de otra novela que nos habla de la lucha personal movida por un propósito.
El viejo y el mar, de Ernest Hemingway nos relata la historia de Santiago, un pescador que tras ochenta y cuatro días sin conseguir pesca decide aventurarse solo en su pequeño bote para cortar de una vez por todas con esa mala racha. Consigue pescar un enorme Merlín que, en su lucha por librarse, arrastra el pequeño bote de Santiago mar adentro. Tras una larga pelea con el enorme pez, Santiago vence, pero al regresar a la orilla se encuentra con el ataque inevitable de los tiburones, que terminan devorando al merlín, trofeo y razón de su batalla.
Al igual que Charlie, Ellie y el capitán Ahab, Santiago es movido por el ímpetu de redimirse a través de una acción que pone en riesgo su propia existencia. Pero a diferencia de las otras dos obras, la novela de Hemingway nos revela un detalle adicional y sublime de nuestra condición humana: la soledad ante la lucha.
En las tres historias el ser humano se muestra como un pequeño combatiente ante la inmensidad e indiferencia del mundo, el enorme espacio que cerca al minúsculo escenario por donde se mueven los personajes es el mismo universo indiferente a cuanto nos acontece. Nuestras más grandes pugnas son internas, solitarias y muy personales. Nadie allá afuera va a ser testigo del conflicto que libramos. En el caso de los personajes de estas tres obras todo lo interno se manifiesta en sus cuerpos: la obesidad mórbida de Charlie, la cicatriz en el rostro y la pata de palo del capitán Ahab, la vejez y las magulladuras en el cuerpo de Santiago.
Sin embargo, aunque resulte desolador, el destino que afronta cada uno de estos personajes inspira. ¿Cuánto más bajo debemos de caer para levantarnos? ¿Cuál ha de ser la brújula -como el ensayo de Ellie en The Whale– que me invite a ponerme de pie y regresar a la vida? ¿Dónde está el punto de ignición que le devuelve sentido a mi mundo devastado? Al ver de cerca la destrucción de estos seres, podemos entender que la redención es posible si los actos de amor empiezan por nosotros mismos. Que podemos salvar, salvándonos.
Es ahí donde la angustia me embarga y The Whale me estruja el corazón. Al igual que Charlie, somos muchos a quienes la tristeza y culpa nos han dejado bastante tiempo paralizados. Hemos luchado por décadas y de manera solitaria contra la depresión, la ansiedad y varias adicciones, que se agravaron en medio de una pandemia que nos mantuvo mucho tiempo aislados. Hemos perdido, hemos llorado, hemos vivido incomprensiones y merecidos odios, pero también hemos conocido corazones maravillosos que nos han tendido la mano porque, así como ocurre en la historia de Charlie y su hija Ellie, han confiado en que dentro de toda esa coraza que nos aprisionaba había alguien que merecía ser salvado.
Charlie busca liberar a su hija del odio que la consume, y recordarle que es una persona maravillosa y llena de amor. Charlie, en lugar de arrastrarla hacia su infierno personal, intenta salvarla y en esa salvación está también su posibilidad de redimirse. “Este ensayo eres tú”, le dice, suplicándole a su hija que le lea la tarea escolar que hiciera sobre Moby Dick: “Es un pobre y enorme animal, y me siento mal por Ahab también, porque él cree que su vida será mejor si logra matar a esa ballena, pero en realidad no le servirá de nada. (…) Este libro me hizo pensar en mi propia vida, y entonces hizo que me sienta agradecida por mi…”
Un hombre no está hecho para ser derrotado. Si hay algo que puedo decir sobre estas tres historias que hoy se conectan en mi mente es que a través de la persistencia y del deseo de redención podemos combatir a nuestros demonios, no solo a través de propósitos, sino con la búsqueda de un sentido en nuestras vidas.
La pena y la frustración pueden paralizarnos, llenarnos de miedo, de odio, dejarnos a la deriva en la inmensidad del desasosiego, esperando por el momento adecuado, por un buen clima para retomar la vida. “Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay”, escribe Hemingway. Si vivimos esperando, nunca será el momento adecuado.
The Whale, además de una bellísima pieza literaria nos deja una gran pregunta en estos tiempos tan individuales y aciagos: ¿basta el amor para salvarnos?
Aventurarnos de nuevo es todo lo que nos queda. Sí, por supuesto, las heridas podrán seguir abiertas, y regresar al mundo después tantos años de estar paralizado es vertiginoso, da miedo. Pero conforme vamos confiando en manos amigas y recuperando la fe en nosotros mismos, nos iremos dando cuenta que cada batalla librada para salir de nuestro abismo nos habrá dado más fuerza para afrontar las luchas futuras, y nos permitirá seguir surcando el océano indómito de nuestra existencia con sabiduría y resiliencia, aunque los vientos de nuestra vida sigan siendo adversos y nuestra embarcación sea precaria; aunque la soledad sea una premisa constante y la incertidumbre arrecie todo el tiempo.
Como dice el oficial Stubb en la novela de Melville: “No sé muy bien lo que me espera, pero, de cualquier modo, iré hacia eso riendo”.
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