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Se ha hablado mucho sobre lo que las nuevas tecnologías le han hecho a nuestros cerebros, pero lo cierto es que el ser humano siempre ha tenido que lidiar con distracciones. El antiguo filósofo romano Séneca el Joven expresa esta preocupación refiriéndose a los libros e indica que un exceso de ellos son fuente de distracciones. Esta preocupación reaparece una y otra vez en los siguientes milenios. En el siglo XII el filósofo chino Zhu Xi mostró su inquietud al respecto a causa de la imprenta, afirmando que la razón por la que la gente lee mal es la enorme cantidad de libros impresos. Y en la Italia del siglo XVI el poeta Petrarca se atrevió a poner en entredicho los efectos de la excesiva acumulación de libros.

De hecho, los avances tecnológicos solo hicieron que todo empeorara. El erudito renacentista Erasmo de Rotterdam se quejaba de la cantidad de libros impresos que se publicaban y el teólogo francés Jean Calvin apuntaba a esa misma dirección, señalando que los lectores deambulaban por un bosque confuso de libros impresos.

En el siglo XXI las nuevas tecnologías reavivan esa antigua inquietud sobre la atención y la memoria. Ahora nos preocupa, por ejemplo, que la constante conexión a Google a través de nuestros móviles y otros dispositivos externos haga que la mente delegue tareas que antes hacía por sí misma. Los pensamientos se agitan constantemente de idea en idea, de la misma forma que los dedos se deslizan a una velocidad vertiginosa sobre los teclados. ¿Ha hecho el acceso constante a Internet que nuestra capacidad de atención y nuestra memoria se degraden? Autores como Nicholas Carr, Joan M. Twenge o Joahnn Hari han escrito ensayos en los que se contesta a esta pregunta con un rotundo sí. Sin embargo, ese deseo de volver a una época pasada en la que la atención y la memoria se utilizaban mejor no es nuevo ni mucho menos.

Según Platón, ese sentimiento de ansiedad y de nostalgia son tan antiguos como la propia alfabetización. En uno de sus diálogos, Fedro, cuenta cómo el antiguo inventor de la escritura, un dios egipcio llamado Theuth, presentó su obra al rey de los dioses. «Este invento, oh rey», dice Theuth, «hará más sabios a los egipcios y mejorará su memoria; porque es un elixir de memoria y de sabiduría.» El rey egipcio de los dioses, Thamus, predijo lo contrario, que ese invento generaría olvido en quienes lo aprendieran, porque no practicarían su memoria y porque su confianza en la escritura, en esos caracteres externos, desalentaría la confianza en sí mismos. En definitiva, una apariencia de sabiduría que no era la verdadera sabiduría.

Algo de cierto sí que había en la predicción de Thamus. Algo como la escritura puede alterar el pensamiento y generar nuevas formas de pensar. En 1998 los filósofos Andy Clark y David J. Chalmers llamaron a este sistema, formado por una mente que interactuaba con el exterior, la «mente extendida». Nuestra capacidad de pensar, afirmaron, puede alterarse y extenderse a través de tecnologías como la escritura. A lo largo de la historia esta extensión se ha interpretado a menudo como una degradación, en el sentido de que puede hacer que nos volvamos más estúpidos, una preocupación no demasiado distinta a la que existe hoy en día con la conexión permanente a Internet.

En Index, A History of the, el historiador inglés Dennis Duncan convierte la anécdota de Platón sobre los dioses Theuth y Thamus en el punto de origen de la ansiedad tecnológica hacia Google. Según Duncan, un punto en común entre Platón y los motores de búsqueda son los índices. Compiladores y usuarios de los primeros índices, en el siglo XVI, como el médico suizo Conrad Gessner, vieron en ellos un gran potencial, pero también tenían sus reservas. Gessner los usó en muchos de sus libros, creando impresionantes índices de animales, plantas, idiomas, libros, escritores y muchas otras cosas. Creía que los índices eran absolutamente necesarios para los estudiosos, pero al mismo tiempo era consciente de que los eruditos descuidados a veces leen solo los índices en lugar de la obra completa. El índice podía tentar a su mal uso, lo cual era una afrenta a la erudición honesta en la que Gessner creía.

Erasmo fue otro crítico del mal uso del índice, pero estaba menos preocupado por los lectores holgazanes que por el uso que hacían de ellos los escritores. Teniendo en cuenta que mucha gente «solo lee títulos e índices», los escritores comenzaron a colocar allí sus contenidos más controvertidos, en busca de una audiencia más amplia y mejores ventas. El índice, en otras palabras, se había convertido en el lugar perfecto para el clickbait. Correspondía al buen lector leer todo el libro y no solo las entradas del índice impactante, antes de apresurarse a emitir un juicio.

¿Deberíamos mirar hacia atrás y preocuparnos por la cambiante relación entre los libros y las mentes? Simplemente los viejos paradigmas de memoria y de atención han sido sustituidos por unos nuevos. Sin embargo, existe una suerte de nostalgia por los viejos tiempos. En su libro Stolen Focus Johann Hari nos presenta a una joven librera que no puede terminar ninguno de los libros de Nabokov, Joseph Conrad o Shirley Jackson. Solo puede leer uno o dos capítulos y después siente como su atención se apaga, como un motor averiado. El propio Hari se retiró a un pueblo costero para escapar de las redes sociales y de la constante conexión y recuperar la experiencia perdida de la atención y la memoria, leyendo, entre otros autores, a Dickens, como si la simple concentración en leer ficción fuera la receta mágica para volver a un estado anterior de atención mejorada. Una receta que en otras épocas se había interpretado como el símbolo de una mente sobreestimulada, como una especie de don Quijote que, cautivado por sus libros de ficción, había perdido la conexión con la realidad.

Sin duda, las nuevas tecnologías son una dura competencia por nuestra atención y hacen que nuestra memoria, con un acceso cada vez más fácil a la información, funcione de forma diferente. Y nuestras mentes todavía tienen que adaptarse, a medida que aprendamos a pensar con ellas. En Stolen Focus, Hari cita a la bióloga Barbara Demeneix, que dice que «no hay forma de que podamos tener un cerebro normal hoy», dando a entender que hubiéramos perdido algo o que la mente no funcionara como se suponía que debería hacerlo. Nada nuevo bajo el sol. El mismo pensamiento que se ha ido repitiendo a lo largo de la historia. Sin embargo, en lugar de volver al vista atrás, en busca de una gracia supuestamente perdida, la mirada debería enfocarse hacia delante, al futuro, considerando las inimaginables nuevas formas de usar la mente que la tecnología nos ha brindado.

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