El ser humano es un perfecto hipócrita. Lo supe desde que empecé a tener uso de razón; y con el tiempo, las lecturas, la experiencia y la certeza de los años me ha servido para identificar con ojo crítico lo que, como propio de la naturaleza humana, es una contrariedad. Y todos podemos contrariarnos; algo muy distinto, por otra parte, a contradecirnos. La diferencia entre un caso y el otro es que, al contrariarnos, podemos no realizar un propósito o un objetivo para el que estábamos enfocados: abandonar un prurito o desistir de ello. Y por eso mismo caemos en el autoengaño o en la autojustificación. En cambio, el hecho de contradecirnos supone desviar el foco de nuestras acciones, o la incoherencia de nuestras ideas. Y eso es bastante más perjudicial que lo anterior.
Como resulta evidente, todas las personas vamos cambiando y construyendo, a expensas de decisiones y circunstancias, o a veces también como fruto del azar, los cimientos que asientan nuestra personalidad. Nadie es perfectamente honesto, aunque puede ser coherente consigo mismo. Pero no se puede exigir una franqueza moral impoluta y unos modales inquebrantables, porque tampoco se le puede exigir al demonio que acuda a misa. Sin embargo, existe un lenguaje universal, objetivo, y son los sentimientos; éstos se pueden camuflar con falsa modestia o con imposturas; pero están ahí, condicionando decisiones, actitudes o actuaciones. Y nadie puede atentar contra sus sentimientos. Sí, en cambio, disfrazarlos. Al igual que los hipócritas disfrazan sus afanes con sibilina palabrería. Por eso soy indulgente con los hipócritas, porque todos los mortales podemos fingir sentimientos que no necesariamente experimentamos o que, ni siquiera, sentimos en verdad. Incluso, en algún momento dado, todas las personas actuamos o somos unos hipócritas. Y no se trata de actuar con una doble moral o con dobleces; porque una doble moral es propio de mentes calculadoras, premeditadas. O por quienes, a tenor de sus ideales, actúan a sangre fría.
Eso mismo puede observarse, por ejemplo, en las biografías de dictadores, ministros, coroneles, mandamases, etc. Es decir, ese temple donde apenas es reconocible el lado humano que se oculta tras la persona en sí. O dicho de otro modo: ¿dónde está la diferencia entre la persona y el personaje? Una muestra de ello se puede comprender en la tétrica vida de Heinrich Himmler, quien fuera uno de los principales cabezas de las SS —o la distinción que recibía en la jerarca nazi: Reichsführer— pues fue uno de los cinco hombres en ostentar semejante cargo durante los veinte años de vigencia de las SS. En 1923 se afilió al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán hasta que, poco a poco, por sus inclinaciones políticas y la deferencia hacia el führer acabaría siendo uno de los principales asesinos de guerra de la historia de Europa. Sin embargo, no tenía fama de asesino ni de matarife alemán; pues sólo comandó diversos atentados contra opositores del régimen del Tercer Reich. Y consta, además, que recibiera una educación católica que condicionó su juventud hasta que finalmente empezó a inclinarse por el antisemitismo y llegar al más alto escalafón del militarismo nazi. Quien, en apariencia, pudiera parecer un servidor del engrandecimiento de la identidad aria, sentía, por lo visto, una compasión por los animales y el sufrimiento de éstos. Así ocurrió en su visita a España para reunirse con el dictador Franco y coordinar las medidas de seguridad para lo que iba ser un encuentro entre aquél y Hitler en la estación francesa de trenes en Hendaya. Heinrich Himmler pisó suelo español en octubre de 1940 y fue invitado a una breve estancia en el hotel Ritz. Parte de su estancia era, para su homenaje, una corrida de toros en Las Ventas de Madrid; para ésta, habían sido requeridos por estricta orden del Ministerio de la Gobernación, los toreros que conformarían el cartel: Marcial Lalanda, Gallito y Pepe Luis Vázquez, el más joven de los tres. El festejo fue decretado, como digo, por órdenes del Ministerio de la Gobernación pese a la reticencia de los diestros a participar en ella.
El 20 de octubre de 1940 la plaza de toros de Las Ventas fue decorada, en los arcos de herradura de la fachada principal, por enormes estandartes con la esvástica. Al transcurso del acto, Himmler, que se encontraba con su séquito y acompañado por Franco en los palcos de la plaza, se sobrecogió por la corrida y por las estocadas que recibían los toros. No llegó a ver el festejo entero, dado que, al llegar al tercer toro, rompió a llover y tuvo que suspenderse el evento. Ver cómo los diestros y banderilleros molían a los animales sobre el albero, hacía que Himmler se angustiara, y cuando veía ante sus ojos la estocada que daba óbito al toro la escena le suponía un horror, con la salpicadura de sangre que impregnaba el traje de luces de los diestros. Al terminar el acto taurino, aquéllos estaban obligados a saludar al Caudillo y a todo el séquito que acompañaba a Himmler, quien, al parecer, se había mareado y se le descompuso el rostro por lo descabellado que le había parecido el festejo.
Algo paradójico, por supuesto, si hablamos de uno los pilares fundamentales del Holocausto. De modo que Himmler era severo con la hegemonía aria, sirviendo al régimen del Tercer Reich y con una estima personal por Hitler. Dirigió numerosas detenciones de judíos decretando castigos y vejaciones en los campos de concentración. Aparte de eso, tuvo la obsesión de perseguir a espías alemanes que pudieran desvelar secretos del régimen hitleriano. Los reos que escuchaban su nombre le temían. Y razones había para ello siendo el principal cabeza de las SS. La otra cara de la moneda es que era compasivo con el sufrimiento de los animales. Un antisemita y animalista. En definitiva, un perfecto cruel y un perfecto hipócrita.
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