Hasta la fecha no conocía el término y al saber de su existencia quedé estupefacto, pues no lo he escuchado nunca ni he identificado referencia alguna. El término bon vivant es la definición francesa del “buen vivir”. Como no tengo ni pajolera idea de francés, me ahorro su valor conceptual; pero no paso de largo, sin embargo, su componente simbólico. Y reconozco que me intriga de veras las razones por las que, cualquier ser humano, puede ser precisamente un bon vivant.
Durante los “felices años 20” la sociedad occidental cambió su vida cultural y festiva como fruto de la bonanza económica de aquellos años de prosperidad; aunque poco se notaría, a resultas, del crack del 29 y de sus consecuencias funestas. Pero en esos años aconteció un hecho inaudito: el divertimento colectivo como filosofía de vida que se vio reflejado, sobre todo, en la música; y de ahí surgen estilos musicales como el charleston, el twist y el shimmy como, además, también, manifestaciones artísticas y un significativo cambio en el pensamiento modernista. Un pequeño aliciente para el mundo desarrollado que acababa de afrontar la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y cuyas secuelas parecían no truncar el futuro de las sociedades occidentales. Y digo que parecía no truncar porque todo se maquinaba como estilo de vida en el que no había diferencias entre lo que la gente entendía por deseos y por privilegios. Pero el mundo aparentaba ser un lugar mágico donde el ser humano se creía dueño de sí mismo y de su camino. Y en ese sentido disfrutaba de su cotidianidad, en tanto que se beneficiaba de sencillos placeres como la bebida, el amor, el baile, la gastronomía, el cabaret, el sarao o el folclore arraigado a la bienaventuranza. Todo ello, claro, durante unos años frugales en los que el orbe parecía reinventarse hasta el estadillo de la Gran Depresión.
Nada que ver con los tiempos recientes, que, con lo escabrosa que es la época que estamos viviendo, donde tenemos (afortunadamente) muchos avances que en otrora, es evidente que también hemos involucionado en términos de valores. Y quizás por esa razón no tenemos una actitud con la que priorizar con lo que en realidad se requiere para una vida efectiva: dejarnos de milongas y de pamplinas ante lo absurdo. Cuando tenemos conciencia de nosotros mismos, de nuestro mundo interior y de todo aquello cuanto ocurre alrededor nuestro, es precisamente cuando caemos en atribuciones morales. Y, con ello, sobrevaloramos o infravaloramos acciones cotidianas. Así nos ocurre: damos importancia a cosas absurdas y convertimos las memeces en el eje de nuestro día a día, ignorando el privilegio de tener lo que tenemos.
Quizás nos hemos acostumbrado por el confort, por el estatus social o por otras razones complejas, a mecanizar nuestra vida diaria; y aquí no hay excepciones. Pues casi todas las personas somos las víctimas del acomodamiento. También acumulamos el 80 % de los pensamientos de un día para otro, lo que dificulta reciclar nuestra visión de las cosas. Además, nos hallamos sumergidos en el bucle de la actualidad social, las noticias, internet… Es decir, la saturación informativa que, generalmente, recibimos de forma visual. Es lo propio, por ende, de la Era Digital, donde todos los estímulos nos conquistan por los ojos. Si hablamos de lo inmediato, del momento presente (es decir, de un Kairós) ignoramos lo que en verdad está ocurriendo delante nuestro (un aquí y ahora) porque vivimos de un modo tan inquieto y saturado por aquellas cosas que ocurren en otros lugares del mundo. El efecto embudo del que todos somos víctimas es la consecuencia de creer que todo es un caos; que las guerras y masacres abundan en los países de las primeras potencias mundiales; que cada año aumenta el deterioro del ozono; que la mayor parte de Occidente está perdiendo protección en los derechos de la ciudadanía; que seguimos anclados en una Guerra Fría entre Estados Unidos y China por el dominio planetario; que el precio del gas, el petróleo y los recursos energéticos se están encareciendo por segundos; que la desforestación de los bosques y la contaminación de los mares acarrean enfermedades respiratorias; que se ha devaluado el valor monetario y las sociedades modernas están perdiendo poder adquisitivo; que la industria farmacéutica concentra un inmenso poder en los estados del Primer Mundo; y que la inversión armamentística es el mayor afán de los gobernantes, quienes despilfarran el erario público y nos empobrecen a base de tributar más impuestos… Pero todo eso no aporta ningún significado a nuestras vidas, por obvio que resulte. Sólo nos hace caer en la infoxicación; o sea, información abundante que nos perturba con creces. ¿Qué efectos produce eso en nuestra evolución personal? Pues, como ocurre en muchos casos, vivir sumergidos en enfermedades mentales, ansiedad, pesadumbre, miedo, intranquilidad, incertidumbre… No es eso lo que nos merecemos, efectivamente. Por eso me gustaría un cambio estructural en la ingeniería social y en el statu quo con el fin de intensificar los placeres sencillos (que nada tiene que ver con ser unos hedonistas empedernidos) sino concienciarnos de lo afortunados que somos por tener a nuestros seres queridos; un trabajo; un techo; poder disfrutar de unas relaciones interpersonales que nos enriquecen; por tener un cuerpo que cumple las funciones biológicas y motoras; por los avances medicinales a pesar de la mejora de la gestión sanitaria en Hispanoamérica. U otros muchos ejemplos que podríamos mencionar.
Y creo que para ser unos bon vivant necesitamos ejercitarnos en el fortalecimiento del cuerpo y de la mente, como equilibrio para una vida saludable. Habría que ahondar más en la eudemonía; es decir, en la satisfacción personal con la propia vida. Lo que requiere atentar contra nuestra zona de confort en la trinchera hostil del mundo. Sabiendo que, ante todo, eso es una responsabilidad moral. Como dice el poeta Faustino Lobato: «Somos extraña incertidumbre que se arropa en el misterio». Y ese bienvivir del que hablamos lo tenemos bajo nuestros pies, pero pisamos por caminos indebidos. Sólo se trata de vivir en consonancia con nosotros mismos y de hacer lo que buenamente podemos. En eso consiste ser un bon vivant.
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