Nuestra concepción moderna del tiempo lineal no siempre ha sido la unánimemente aceptada. Ninguno de nosotros se plantea que todas esas consignas motivadoras y explicativas que sitúan al presente como consecuencia del pasado y, a su vez, causa del futuro, sean erróneas, ni tan siquiera, cuestionables.

Algunas comunidades tribales donde su devenir está substancialmente ligado a las cosechas, u otras con creencias religiosas consistentes en corrientes fundamentadas en el budismo, por ejemplo, ven claramente cómo los ciclos naturales se repiten una y otra vez mientras lo celebran con ritos y ceremonias atávicas.

Si nos paramos a pensar, incluso nuestro fundacional big bang defiende en su corpus teórico que el universo se expande y contrae en ciclos consecutivos…

En cualquier caso, en nuestro día a día occidental, percibimos una linealidad indiscutible donde tan sólo la nostalgia o el sentimiento de responsabilidad parece hacernos dudar, en ocasiones, y flirtear con el eterno retorno nietzscheano.

Cuanto mayor es nuestra relación de interdependencia con la naturaleza y menor nuestro nivel tecnológico, más obvia es la percepción de los ciclos naturales y de la evolución de estos. Por ello culturas ancestrales muestran una organización social, cultural y espiritual muy ligada a la concepción circular del tiempo.

La cosmovisión maya, que fundía divinidad y naturaleza, reconocía patrones cíclicos que se repiten eternamente en un devenir de interdependencia con el ser humano. Estos ciclos incluyen la destrucción y creación como partes fundamentales de la repetición, del proceso regenerativo que se expresa una y otra vez en el planeta en forma de glaciaciones, extinciones masivas, cambio gradual de la órbita de la tierra, erupciones volcánicas que cambiaron el clima definitivamente, o variaciones de la composición de la atmósfera.

La Madre Naturaleza era una figura sagrada en la cosmovisión maya, una deidad femenina asociada con la fertilidad, la abundancia y la renovación. La honraban y respetaban a través de rituales y ceremonias, en armonía con su visión cíclica del tiempo y su relación intrínseca con la naturaleza. Estos rituales eran considerados como una forma de mantener el equilibrio y la armonía con el entorno, y de asegurar la continuidad de la vida y la prosperidad de la comunidad. Tenían un complejo calendario basado en observaciones astronómicas y creían en series repetitivas de la naturaleza, como la alternancia de estaciones, los ciclos de cultivo y las fases de la Luna. Esta concepción cíclica del tiempo era acorde con la idea de que la Madre Naturaleza pasaba por ciclos de fertilidad y renovación, que eran importantes para la supervivencia de la comunidad.

Por ello, cabe pensar que nuestro temido cambio climático, entendido como proceso inexorable y natural acelerado por el hombre y su avaricia, pudiera ser considerado por nuestros admirados mayas como un ciclo más del proceso espiral dialéctico del que humanos y Madre Naturaleza formamos parte intrínseca.

Estar en el cuadro ofrece el protagonismo pero no la perspectiva de la observación retirada para su comprensión alternativa, y sociedades con un componente holístico tan acusado adolecerían de ello. En ese paso atrás para observar y analizar, tan propio de la disciplina antropológica, podríamos identificar como una disrupción este proceso destructivo climático; pero inmerso en el sujeto, integrado en el devenir desde la perspectiva maya, no habría este punto de objetividad.

Ténganlo presente por si la máquina del tiempo fuera descubierta el día menos pensado y algún habitante de Chichén Itzá nos sorprendiese en esta época contemporánea. No lo demonicen y sean comprensivos con su, seguro, futuro enfrentamiento dialéctico e incluso bélico con la totémica Greta.

Comentarios

comentarios