El mal del viajero occidental. El tiempo. La prisa.
Hay quien dice que esa es la diferencia entre el turista y el viajero. El turista y su necesidad imperiosa y fundamental de una foto aquí y allá que den testimonio de su paso por los emblemáticos lugares del vasto mundo. Y cuanto más rápido y más fotos, mejor. Actitud agravada por el actual mundo de internet con sus influencers, instagramers, y demás exhibidores añadidos a la ya habitual prisa de quien no encuentra el modo de ralentizar su vida en vacaciones cuando el trabajo ya no es el centro sobre el que pivota la actividad diaria.
Frente a esto, otro tipo de actitud más calmada y con más tiempo para observar, disfrutar, para inmiscuirse en el entorno y disfrutar en él y de él. Hay auténticos “cazadores de países” que persiguen visitar el mayor número de estados, de completar la visión en vivo de las maravillas del mundo decididas por un sabio comité. También hay quien sale sin rumbo exacto definido con una mochila y una cantimplora. Y entre uno y otro un infinidad de modos, viajes y actitudes tan válidas como las anteriores.
Yo nunca he tenido clara la importancia de diferenciar entre turista o viajero etiquetando cada actitud, o entre motero y motorista ni todas esas diatribas inanes útiles tan sólo para llenar una tarde de terraza entre gin tonics y amigos.
Cada uno disfruta el viaje a su manera. Claro que yo sé la manera que me gusta a mí, como sé qué puedo hacer con los días de los que dispongo y qué podría hacer en otras circunstancias.
Hay cosas que me gusta hacer lentas, viajar es una de ellas. Conocer a alguien o amar son otras porque, al final, qué es viajar sino conocer y aprender a amar otras culturas y otros parajes… Pero el occidental suele ir con prisas. Tiene un trabajo, una familia, unos compromisos que ha logrado pausar diez días, o quince, o treinta… pero hay una fecha de finalización y un programa. Porque ya no sabemos vivir sin un programa, sin una planificación. He visto gente que lleva un planning con ventanas de una hora definiendo los tiempos para museo, transporte, comida e incluso tomar un helado. Lo he visto.
Cuántas veces he escuchado en África decir que nosotros tenemos los relojes pero ellos tienen el tiempo. Eso lo saben bien.
Por eso en las fronteras tienen la sartén por el mango. Juegan con la paciencia y las prisas. Tienes quince días para hacer lo que has programado y ellos tienen toda una vida en una frontera. Saben que diez, veinte o cincuenta euros para ti valen menos que tres horas, cinco, o un día.
Conozco a quien al montar su tienda de campaña o su cama en el interior de su 4×4 tras horas y horas de tiras y aflojas consiguió que le dejaran pasar (en unas ocasiones al instante y en otras, también es cierto, al amanecer siguiente) sin la correspondiente mordida exigida anteriormente. Si tú también tienes el tiempo les has arrebatado su arma.
Mi amigo Eloy me decía: “Sé práctico, paga cantidades que valen menos que tu tiempo cuando así lo necesites”. Todavía no he pagado en ninguna frontera nada que no fuera una tasa oficial. Es un reto. No lo puedo evitar.
Hay que jugar un difícil equilibrio entre la jovialidad que genera empatía, con momentos de seriedad y seguridad para que vean que será un trabajo duro, sin llegar a resultar ofensivo o prepotente y no perder los nervios ni la paciencia, dando a entender que estás en un entorno de lo más familiar y tranquilo entre tantos kalashnikov y uniformes militares. Hablar de fútbol, de motos, de los nombres y edades de los hijos de cada uno y mantener la calma. Mantenerla cuando te pasan el perro antidrogas por enésima vez y tu cabeza empieza a pensar que es posible que hayan puesto alguna sustancia en tu equipaje mientras te entretuvieron en alguna de tantas casetas preguntando lo de siempre otra vez, porque si no para qué iban a volver a pasar el perro que avaló la ausencia narcótica en tu vehículo. Mantener la calma cuando uno de los uniformados pone rictus serio y se acerca con sus chaleco de camuflaje con linterna, cargadores y la culata de madera de un arma corta asomando para decirte que vayas con él al baño a hablar y has de eludirlo como sea.
Y todo siempre en un ambiente extraño de frontera. Porque donde hay frontera hay trapicheo. Hay una microcosmos de buscavidas y supervivientes. De compra y venta de moneda, de documentación, de artículos con cargas impostivas altas, de conseguidores, de extraños guías, de gente sin ganas de hacer nada o sin nada que hacer que saben cuan cierto es aquello de “a río revuelto, ganancia de pescadores”.
No me gustan las fronteras. Representan la división y la exclusión. Señores de la guerra que en sus despachos trazaron una línea en un mapa y enviaron a gente a morir para mover una línea un metro allá o acá determinando quién es el bueno y quién no. Quién tiene derechos y quien no. No creo en ellas. Creo en personas buenas y malas. Que las hay. Menos que las buenas y más ruidosas, pero las hay. Y también creo que todos somos más o menos grises y no hay ángeles ni demonios. Adolph Hitler era un cariñoso amigo de sus perros y Teresa de Calcuta dejaba morir enfermos en su hospital por ser voluntad divina mientras ella se trataba en Houston. Grises claros y grises oscuros.
Sin embargo las afronto con energía. Como el actor que va a una audición o el parado que tiene una entrevista de trabajo. Sé que a veces se trata una hora y otras veces de seis, así que voy preparado para que no me vean sucumbir sea la duración que sea.
Quizás sea esta mi forma de vengarme de la diferencia y la exclusión que representan para mí las fronteras.
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