Su nombre es Bautista. Lo conocí el otro día cuando dio la coincidencia de entablar conversación. No era el hombre que aparentaba ser, porque un tipo como él parecería, a ojos ajenos, un rufián que se dedica a la chatarrería, a robar, a rebuscar entre la basura o, en definitiva, a ser un malviviente. Pero en el fondo es un hombre honrado. Su pelo color cobrizo, su desdentada boca, su piel atezada y el rostro delgado hacen de Bautista una persona un tanto cohibida; aunque en realidad su limitada simpatía no es fruto de atributos físicos sino, más bien, de su analfabetismo. Pues no sabe leer ni escribir.  

Por motivos personales y económicos, o escasos recursos por parte de su familia, nunca accedió a la escuela. A tenor de su escasa formación, durante su vida no ha podido encontrar un trabajo relativamente estable: eso implica, para personas de su cariz, que el mercado laboral no tiene cabida en sus destinos, lo que hace que caigan en exclusión social. Su servidumbre emana de aquellos currelos que le surgen esporádicamente pero siempre por poco jornal; y a sus cincuenta y tres años tiene la inconveniencia de estar viviendo casi de la caridad de los amigos. Desde hace muchos años, está divorciado. Tiene dos hijos a los que ve muy de vez en vez y apenas se interesan por el padre. Está acostumbrado a vivir solo y llevar una vida desvinculada de los asuntos sociales. En el fondo, tras esos ojos diminutos con los que me mira avergonzándose de sus calamidades, hallo en él una cierta nobleza y un sentimiento de culpa. Nobleza porque en su voz está presente la hostilidad de la vida que le ha tocado —y le seguirá tocando— de soportar. Y sentimiento de culpa por no poder interpretar el mundo que le rodea cuando es presa de tamaña información. Otro problema que también le culpabiliza, es que no sabe realizar tareas letradas en relación a los asuntos administrativos. Por eso, cuando tiene algo pendiente con una entidad pública recurre a algún vecino para que le eche una mano.  

El lenguaje siempre moldea el pensamiento; y a través de la palabra se impregna el ser que forjamos gracias a las relaciones interpersonales que nos nutren, y en ello hay un factor que arbitra en la socialización. Me refiero a la semiótica como estudio de la comunicación humana. Y la comunicación es el vehículo para formar parte de una sociedad. Cuando digo comunicación, por obvio que resulte, me refiero a la capacidad para darle forma a las ideas por medio del diálogo, la escucha, y la lectoescritura. El conjunto de estos factores es lo que le da contenido a nuestra tabula rasa. Quien, mínimamente, sabe leer y escribir y ejerce sus capacidades intelectivas se halla en disposición de construir su escala de valores. Y cuando se dispone de un cierto nivel cultural o unas herramientas de comprensión, discernimiento, análisis, o una alfabetización que habilite a interpretar conocimientos e ideas, nuestra existencia se enriquece. Se multiplica y adquiere un sentido moral. En el caso de Bautista, eso no ocurre. Y su día a día se ve mermado a la hora de socializarse. Él es consciente de ello y se resigna a que así sea. Cuando lo miro y le aflora una sonrisa modesta, me confiesa que la batalla la da por perdida. Sentado frente a mí, con semblante tímido, escudriña sus ojos al cielo y se torna pensativo. Como nunca me gusta dar consejos, y tampoco valgo para ello, sólo me aventuro en persuadirlo. «Por qué no te animas, Bautista, a ir a la escuela de adultos», le digo. Se encoje de hombros. «¿A mi edad?… ¿Para qué?». No peca de genuino, sino de sincero. «Le pondrías remedio y te enseñarían a leer y escribir». Se me queda mirando de hito en hito incapaz de trabar palabra. «Me da vergüenza», declara, al rato. Le comprendo perfectamente, puesto que, a sus años, ser estudiante de una escuela para adultos no es nada fácil. En su caso, requiere una metodología de enseñanza individualizada, mucha paciencia y motivación para que fluctúen los aprendizajes. Pero eso no es lo que me llama la atención del asunto, sino su sinceridad. Reconoce, de forma honesta, que se sentiría avergonzado al formar parte de una clase donde él, a diferencia del resto de los alumnos, estaría rezagado en el ritmo de lectoescritura; y por consiguiente, le sería incómodo asistir a la escuela donde por lo visto cree que no tendrían en consideración sus limitaciones.  

El caso de Bautista ilustra, perfectamente, cómo el analfabetismo se puede vivir como una vergüenza, o, incluso, un tormento que vuelva estéril cualquier gozo de la palabra escrita. En un mundo donde la información, tanto visual como textual, requiere un cierto ejercicio mental para poder asimilarla o interpretarla, una persona iletrada se las ve pasar muy canutas. Incluso es difícil que una persona que no sabe leer ni escribir pueda ser realmente feliz; porque —si acaso existe la felicidad— se trata de un conjunto de aprendizajes que lo ponen a uno en disposición de una vida en armonía. No exige comprobación científica si a mayor nivel cultural apareja el hecho de ser feliz o no; pero no es menos cierto que, careciendo de una alfabetización básica, difícilmente se van a reciclar nuevos conocimientos, esquemas mentales. O la configuración de aptitudes por las que se tome conciencia del valor de las cosas. Incluso el valor de la naturaleza humana, que, para mí, es un valor inmensurable. 

Frente a personas como Bautista, nos encontramos a otra clase de analfabetos que, deliberadamente, parecen jactarse de ser unos berzotas. Y no conformes con ello, pretenden asentar cátedra regocijándose de su mundo pueril, su escasa capacidad moral e intelectual, su frivolidad ilimitada, su desparpajo arrogante y chabacano. Son quienes, sin pudor ninguno, consideran que el mundo les pertenece y que sólo ellos son los adalides de trasformar las cosas, de construir una nueva Roma. O quienes, desde la más absoluta pedantería, opinan y hablan de todo y de todos. La consecuencia de toda esta gente, excluyendo a Bautista, que sólo vive como puede o como mejor sabe, es el bodrio social que reina en nuestros días. Porque no olvidemos que la categoría cultural, moral e intelectual de un país se ve reflejada en el nivel de su clase política, en el paisaje social y en la decrepitud de sus valores.  

 

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